Las tradiciones marcan el paso del tiempo y muestran el curso de la vida. Así, se acerca una nueva festividad. Ha transcurrido un año. Para algunos, quizás haya sido de largos meses. Para otros, encambio, tan corto que parezca que la pasada fiesta fuera ayer. Molina de Aragón, pueblo castellano con categoría de ciudad, situado al borde del vecino Aragón, se llenará, como cada 16 de julio, con los colores de unos uniformes: los que desfilan en la procesión del Carmen. Si la climatología hace honor, el sol los resaltará y el azul del cielo molinés, salpicado en las mañanas por el vuelo quebrado de los vencejos, ese azul que embellece, aún más si cabe, las torres de su castillo cobijará la fiesta. El coro llenará un abarrotado San Gil con las notas de la Salve, salmo que emociona tanto al fervoroso creyente como a quien no vuelve a pisar la iglesia el resto del año. Cofrades, banda de música y portadores pasearán la imagen. Picas apuntarán a las alturas, tambores y trompetas sonarán, y espadas lucirán colgadas de la cintura de los que portan la figura de la Virgen del Carmen. Entre estos, permítanme damas y caballeros, hago mención de don Miguel Angel Martínez Arauz, al que vi hace poco con buen aspecto, y quien no tardará en recuperar las fuerzas y la fuerza, que no es poca, para ponerse hombro con hombro junto a sus compañeros. El día 16 de julio está al caer, las banderas se preparan a ondear, los visitantes planean su viaje, y algunas madres constatan con ourgullo que los niños han crecido. El traje les queda ya pequeño.