Los Borbones en Pelota

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Catálogo de acuarelas »


En 1986, la Sección de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional adquirió dos portafolios con un total de 89 acuarelas de temática satíricopolítica que incluían un alto porcentaje de imágenes claramente pornográficas. Entre estas, destacaban las referidas a la reina Isabel II en posturas indecentes junto, entre otros y en parecidas posturas, a su confesor el padre Cla ret, a sor Patrocinio, la llamada «Monja de las Llagas», al rey consorte Francisco de Asís, al último presidente del consejo de ministros isabelino, Luis González Bravo, y al notorio amante de la reina en las vísperas de la Revolución de 1868, Carlos Marfori, sobrino del general Narváez. Precisamente Don Ramón cerraba la serie conocida en aquel momento, posando con una soga en la mano al lado de un garrote vil. En la leyenda se leía: «La política de Narváez».

 

Acuarela de portada

Las acuarelas estaban firmadas por SEM y alguna otra por V. Sem, Semen o V. Semen. En la primera de la serie, una figura de mujer con larga túnica aparta un dosel dejando ver a la reina Isabel con el vestido levantado en obscena postura, el cetro y la corona arrojados al suelo. Un pintor de espaldas se afana en copiar la escena y un grupo de hombres con caras grotescas se agolpa al fondo. En la parte superior, el rótulo: Los Borbones en pelota.

La temática de las acuarelas apuntaba claramente al período 1868 1869.

Consultados los especialistas, las acuarelas y sus leyendas fueron atribuidas inicialmente a dos personajes improbables: los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer. Ambos habían colaborado con la publicación satírica Gil Blas y a la muerte de Gustavo Adolfo –ocurrida tan sólo tres meses después de la de su hermano Valeriano, en diciembre de1870– los redactores escribie ron: «Contra su costumbre, Gil Blas no puede por menos de consagrar un recuerdo a la memoria de quienes, en la primera época de esta publicación, ilustraron sus columnas con dibujos que lle vaban la firma de Sem»

El revuelo entre los becquerianos y becquerianistas fue considerable. Resultaba difícil acomodar la sensibilidad exquisita del más lírico de los poetas del XIX, y la no menos delicada de la pintura costumbrista de su hermano, a la brutalidad manifiesta de aquellas imágenes. Por otra parte, ambos habían sido apadrinados por prohombres del partido moderado, en especial Narváez y González Bravo, a través de los cuales habían conseguido encargos, pensiones e incluso, en el caso del poeta, el empleo de censor de novelas.
Retratar así a sus benefactores parecía contrario no sólo a la bonhomía, sino a los conocidos lazos de dependencia económica y social de los dos artistas. Por otra parte, la ideología de ambos, según la convención admitida, estaba muy alejada de la progresista, republicana y radical, antimonárquica y anticlerical que inmediatamente se atribuyó a aquellas viñetas y a sus leyendas.

A lo largo de1990, se organizaron al menos dos encuentros sobre los Bécquer donde se debatió la autoría (aún hoy contestada) y las implicaciones de la misma para la interpretación global de sus obras. En1991, la editorial El Museo Universal publicó los dos portafolios unidos y dispuestos según el orden numérico que aparecía al pie de las acuarelas.
La publicación de Los Borbones en pelota iba acompañada de sendos estudios de tres especialistas en la obra de Bécquer y/o en la literatura e iconografía decimonónica del período: Robert Pageard, autor de una de sus biografías canónicas; María Dolores Cabra Loredo y Lee Fontanella.

Aquella edición suscitó, además de una cierta conmoción mediática, un vivo debate entre los estudiosos. Frente a quienes acusaban a los incrédulos de resistirse a manchar una imagen idealizada y pacata de Gustavo Adolfo, Joan Estruch y Jesús Rubio (en especial) ofrecieron argumentos lo suficientemente sólidos como para que en una segunda edición, publicada en 1996, aquellos álbumes fuesen atribuidos no sólo a los hermanos Bécquer, sino al pintor y dibujante de filiación republicana, Francisco Ortego, y a «otros artistas y escritores» no precisados. Comenzaba a asentarse la hipótesis de que Sem podía ser un pseudónimo colectivo, o al menos utilizado por diversos autores desde 1865.

Ambas ediciones están hoy ya fuera de circulación y se han convertido incluso en raras piezas de coleccionista. No es esa, sin embargo, la razón principal por la que creemos necesaria una nueva edición. Tampoco lo es el hecho de que podamos incluir ahora cuatro nuevas acuarelas de la misma serie entre las que se encuentra la que aventuro podría ser última dibujada. Se trata de una acuarela numerada como 111 –posterior por lo tanto a la núm. 107 sobre Narváez– cuyo título es «Los inteligentes», con una leyenda al pie que dice: «Non che male!».

 

Los inteligentes



Como si sus autores presagiaran, los quebraderos de cabeza que iban a suscitar sus obras, un grupo de cuatro simios vestidos de caballeros con apariencia erudita, dos de ellos enarbolando un monóculo, inspeccionan con gran interés y aparente perplejidad (o regocijo) un grueso volumen de tapas rojas titulado Los Borbones en pelotas.

Junto a esta, la Biblioteca Nacional ha adquirido otras tres acuarelas firmadas por Sem con imágenes de la familia real y sor Patrocinio cruzando los Pirineos (80); Prim, la reina y Fernando de Asís en una escena circense (94) y Napoleón III (105), que aparecen reproducidas también por primera vez junto a la serie ya conocida.

Acuarela 94



Las nuevas tecnologías de edición creo que han permitido, además de estas novedades documentales, mejorar la calidad de las imágenes respecto a las ediciones anteriores (incluso respecto a la segunda, mucho más cuidada) y favorecer, por lo tanto, una más precisa valoración por parte de los estudiosos.

Decía, sin embargo, que todas estas razones (con ser importantes) no son las que han propiciado este estudio y nueva edición de Los Borbones en pelota. Hasta ahora, el foco analítico básico de todo aquel insólito material ha procedido del mundo de la iconografía y de la literatura. Aunque las valoraciones de la prensa políticosatírica y erótica (o más exactamente pornográfica) han sido muy valiosas para los historiadores, no se reflexionó en su momento sobre lo que aquellas acuarelas y sus correspondientes leyendas podían significar para un mejor conocimiento histórico del reinado isabelino. No era la intención de los autores, ni tenía porque serlo. Sus estudios siguen siendo en estos momentos imprescindibles, más allá de la polémica sobre la autoría, y en esta edi ción se seguirán con cuidado (después de cotejarlas con los originales) las indicaciones de organización y secuencia de la presentación de entonces.

El objetivo ahora es, sin embargo, distinto. Se trata de analizar el significado de Los Borbones en pelota como un material histórico excepcional, y al tiempo representativo, de las abundantes publicaciones denigratorias y obscenas que se produjeron en torno a la familia real en diferentes momentos del reinado de Isabel II. Hasta ahora tan sólo teníamos referencias indirectas respecto a un fenómeno de orden cultural y político decisivo –la fijación crítica en el cuerpo y la sexualidad de la reina– para deslegitimar a la monarquía isabelina; para lograr la pérdida de respeto entre sectores amplios de la población y, en último término, para crear el ambiente propicio y también la justificación moral de la revolución que la destronó en 1868.

Este documento necesita ser analizado con cuidado desde el punto de vista histórico por que, precisamente así, se evita su uso espurio como materia de escándalo y/o vulgar instrumento de crítica antimonárquica (o anticlerical) en la actualidad. Lo que interesa es su historicidad y la forma en que su espejo deformado permite reflexionar sobre el tipo de valores que se asociaban a la monarquía constitucional a mediados del siglo XIX; qué se esperaba de ella, no sólo en el ámbito político sino cultural, social y moral.
Es sin duda un tipo de documentación heterodoxo que, desde su singularidad, tiene una amplia capacidad de significación histórica, como han demostrado los estudios de las últimas décadas sobre la iconografíasatíricopolítica y pornográfica (grabado, pintura y luegofotografía y fotomontajes) entorno a las monarquías europeas y, más en general, en relación con las mujeres y el poder.
El caso más conocidoes el de María Antonieta,pero procesos y mecanismosde deslegitimación política y moral similares se han podido observar en las últimas décadas del siglo XVIII y primer tercio del XIX sobre los últimos monarcas Hannover, previos al reinado de Victoria.
Otros ejemplos significativos se refieren al papado y a la familia real de Nápoles durante el conflictivo proceso de unificación italiana y, bastante más tarde, a la campaña de difamación de la zarina Alejandra en torno a las diversas fases de la Revolución Rusa.

El debate sobre las características artísticas o literarias, y la autoría de este material (que sin duda tenemos en cuenta y es relevante), está subordinado analíticamente y queda en un segundo plano respecto a las preguntas que guían este estudio:
¿Qué consecuencias históricas tuvieron las características biográficas particulares de Isabel II de España en el funcionamiento y los mecanismos de legitimación (y deslegitimación) de la primera monarquía constitucional en España?
¿Qué espacio de poder tuvo o le fue hurtado a la reina en ese funcionamiento y respecto a esos mecanismos, no sólo políticos sino simbólicos, de legitimación monárquica?
¿De qué manera cristalizaron o actuaron los valores culturales, políticos y simbólicos de la era isabelina en Isabel II y, desde ella o en ella, fueron representados social y culturalmente?
¿Actuó la personalidad de Isabel II (considerada tan peculiar) como caja de resonancia y caleidoscopio de las contradicciones de su época respecto a qué cosa debía ser la monarquía constitucional y qué cosa debían ser las mujeres? O, más exactamente, los discursos diversos en competencia sobre dos cuestiones aparentemente tan dispares (la institución monárquica y la feminidad)
¿se articularon en parte a través de las críticas a la reina como mujer y a su actuación política como monarca?
¿En qué sentidos se entendía la monarquía como ejemplar?
¿Qué nos dice la doble excepcionalidad de Isabel II como reina y como mujer respecto a las expectativas de normalidad política y sexual de su época?
¿Qué relaciones se establecieron en la esfera pública entre la exacerbada religiosidad de la corte y la supuestamente exacerbada actividad sexual de la reina?
¿Qué conexiones pudieron existir entre la ansiedad liberal respecto a la independencia política de la monarquía y la relativa a la independencia sexual de las mujeres que la reina parecía encarnar?.

Para abordar esas preguntas, este estudio introductorio se centrará en tres aspectos presentados como consecutivos, pero estrechamente relacionados entre sí, que hacen referencia a un problema histórico y a un debate historiográfico que afecta (cuando menos) a toda Europa occidental.
En primer lugar, el papel cultural y simbólico de la monarquía constitucional como instrumento de gobernabilidad posrevolucionaria del liberalismo decimonónico.
En segundo lugar, los significados y representaciones interrelacionados de la monarquía, la nación y la familia, con especial atención a la forma en que estuvieron atravesados por discursos de género, en parte coincidentes y en parte en competencia.
En tercer lugar, y a la luz de todo lo anterior, la ubicación de Los Borbones en pelota en una serie más amplia que permita valorar históricamente las condiciones políticas y culturales que explican la intensa y extensa producción de panfletos, ilustraciones, publicaciones, hojas volantes, etc., que circularon en torno a la reina Isabel y su familia como mecanismos de crítica y deslegitimación de la monarquía que ella encarnaba.

Desde esta triple perspectiva creo que se podrá comprender mejor el significado histórico de una documentación, incómoda e inusual, pero altamente significativa para la imagen histórica de Isabel II; para el análisis de los materiales culturales de fabricación de una «reina escandalosa» que (más allá de las supuestas condiciones objetivas que avalaban el escándalo) formó parte sustancial de las armas políticas de oposición al régimen caído en 1868.

 

1 El discreto encanto de la monarquía constitucional: la política, la nación y la familia

A pesar de lo que pudieron hacer presagiar las enormes convulsiones que experimentaron todos los países europeos al hilo de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas, el fin del absolutismo monárquico no significó el fin de la institución monárquica. Por el contrario, a diferencia de lo que ocurriría en América, la monarquía se mantuvo en Europa como una institución central en el proceso de consolidación del liberalismo y en la construcción de los nuevos Estadonación a lo largo del siglo XIX.
Las breves experiencias republicanas que salpicaron el siglo no consiguieron que dejara de ser la forma de gobierno mayoritaria en toda Europa hasta, al menos, la I Guerra Mundial. La única excepción fue Suiza y, a partir de 1870, Francia. In glaterra, en buena medida ajena a las convulsiones europeas, siguió una trayectoria propia y singular a partir de la revolución de 1688 que la convirtió en modelo de la compatibilidad, o in cluso de la necesidad recíproca, entre monarquía y liberalismo.

De hecho, la evolución de la monarquía británica –más o menos idealizada o comprendida en el Continente– tuvo una influencia decisiva en los liberales europeos cuando se enfrentaron al reto de dejar atrás las convulsiones revolucionarias y, al mismo tiempo, resistir la posibilidad de una involución de tipo absolutista que pusiese en peligro lo que entonces se denominaba gobierno o sistema representativo.
En el contexto de la oleada de restauraciones monárquicas que siguieron al fin de las guerras napoleónicas, una cuestión decisiva fue la de si la vieja institución volvería por sus antiguos fueros o si, por el contrario, la monarquía tendría que adaptarse a un escenario político y social nuevo, definido por las aspiraciones y los logros básicos de lo que Benjamin Constant denominó «la libertad de los modernos».

Fue precisamente a Constant, en el contexto de su preocupación por definir las condiciones de salvaguarda de ese tipo de libertad, a quien se atribuye habitualmente la introducción definitiva en el vocabulario político de la época del término monarquía constitucional. A través de ella se definieron las condiciones de supervivencia de una institución y de una forma de go bierno que, en toda Europa occidental, constituyó «el marco casi natural» para la estabilización política del liberalismo.
Esto fue así, en buena medida, porque para los liberales, temerosos de la radicalización política popular que parecía traer consigo el horizonte republicano, la monarquía constitucional ofrecía la posibilidad de desplazar el dilema entre revolución o monarquía. A través de su fórmula, híbrida en el sentido más puro del término, los revolucionarios podrían dejar de ser republicanos y los monárquicos podrían llegar a ser liberales. Por ello, la monarquía constitucional logró desestabilizar a un tiempo –y ese fue su gran triunfo– tanto al absolutismo como al viejo republicanismo.
Como ya advirtió en su momento el barón de Montesquieu, la república acabaría siendo lo antiguo y la monarquía lo moderno; es decir, esta última habría de ser la institución mejor adaptada a la concepción política del liberalismo decimonónico, a sus mecanismos de inclusión y de exclusión sociales, a sus temores respecto a la irrupción del «populacho» en el respetable mundo burgués.

Desde este último punto de vista, en el corazón de la ilusión monárquica del liberalismo se encontraba la convicción de que la monarquía era una barrera frente a la disolución social, la desagregación nacional y la revolución popular. De forma más o menos explícita, convencidos de la persistencia e intensidad de un respeto innato o de una devoción religiosa hacia los reyes, los liberales buscaron instrumentalizar la legitimidad acumulada por la institución como una idea mágica de orden al servicio de su particular concepción del mundo y de la política.

Para ello, y en la práctica, debieron expulsar varias realidades del mundo de sus ilusiones, entre ellas la evidencia de fracturas de deferencia muy intensas entre los sectores populares y las clases medias, por una parte y, por otra, la manifiesta hostilidad o resistencia de prácticamente todos los monarcas a la preeminencia de los Parlamentos sobre la Corona.

En términos generales, el papel central otorgado a la monarquía constitucional en el diseño de los regímenes posrevolucionarios se legitimó sobre tres supuestos fundamentales.
En primer lugar, y de forma potencialmente conflictiva respecto a los otros dos aspectos que inmediatamente señalaré, como una institución sancionada y legitimada por la soberanía nacional y derivada, por lo tanto, de la propia revolución.
En segundo lugar, mediante la identificación entre la monarquía y la recuperación de la continuidad histórica de la nación.
En tercer lugar, argu mentando una y otra vez su utilidad política para servir como elemento de transformación pacífica de las instituciones y prácticas políticas heredadas.
Estos supuestos desempeñaron un papel fundamental en el conflictivo proceso de relegitimación política de la autoridad monárquica (y por extensión del orden, la jerarquía social y la propiedad) en los diversos regímenes liberales europeos. La supervivencia de las casas reinantes, o incluso de la propia institución, dependió precisamente de su capacidad para enlazarlos y servir al proyecto de neutralización conjunta del despotismo y de la revolución.

En este terreno, fue crucial la capacidad (o no) de las dinastías reinantes para representar a la nación no sólo en términos políticos o históricos, sino también morales y culturales. Tras los trabajos pioneros de David Cannadine y Benedict Anderson, hemos asistido en los últimos años a una interesante proliferación de estudios sobre las características particulares y las formas posibles de representación monárquica de los diversos imaginarios nacionalistas y, en menor medida quizás, sobre los valores asociados a la monarquía como encarnación simbólica de la nueva sociedad burguesa.
Un entramado de nuevos (o reformulados) valores culturales co hesivos, tanto horizontales como verticales, capaces de legitimar (o no) los particulares mecanismos de inclusión y exclusión de los nuevos regímenes liberales y monárquicos. Es decir, el porvenir de las nuevas monarquías constitucionales estuvo estrechamente ligado a su capacidad para favorecer, efectivamente, la integración social y política de sectores de la población amplios y diversos, en especial en Estados internamente plurales y en una época de cambios muy acelerados.

Desde todos estos puntos de vista, la compatibilidad entre monarquía y liberalismo se dirimió, no sólo en el ámbito de lo político en sentido estricto, sino decisivamente en el ámbito de lo cultural en su acepción más amplia.
Los reyes y reinas del siglo XIX se vieron tan forzados a adecuar su comportamiento político como su comportamiento privado, así como la representación pública de ambos, a las nuevas reglas que fue marcando la progresiva (pero también so bresaltada) consolidación del liberalismo en toda Europa occidental.
Los cambios al respecto no se produjeron en planos separados, desarrollados de forma simultánea o subordinados de manera mecánica unos a otros. Por el contrario, se cruzaron constantemente, reforzándose u obstaculizándose y, lo que fue más decisivo, simbolizándose mutuamente ante la opinión pública.

De la misma forma, fueron experimentados por los propios monarcas a lo largo del difícil proceso de adaptación (o no) de su comportamiento a la cultura política y el universo moral del liberalismo.

La eficacia de la monarquía posrevolucionaria en la construcción de los nuevos Estados nación dependió cada vez más de la retención de un margen de maniobra propio procedente no sólo de su capacidad legislativa o ejecutiva, sino también del acopio de una reserva suficiente de poder simbólico. Los materiales que fueron acumulando ese nuevo «capital simbólico» fueron diversos y en ocasiones contradictorios, variaron a lo largo del siglo XIX y en las diferentes culturas europeas.
Como todo discurso basado en los principios de «posesión, identidad, historia y tiempo», la eficacia del discurso monárquico posrevolucionario –pensado, no lo olvidemos, como mecanismo de legitimación de la exclusión política y de la inclusión simbólica del grueso de la población– dependió en buena medida de su vaguedad conceptual, de la poli semia de sus elementos constitutivos, de la flexibilidad en su combinación y adaptación con junta. De la escasa voluntad, en suma, de sistematización e incluso de coherencia entre sus elementos básicos.

En cualquier caso, y más allá de factores de otra índole particular, la eficacia simbólica de la institución monárquica como fuerza de preservación y cambio ordenado –tanto frente al caos producido por la revolución como frente a la corrupción moral y política del absolutismo– im plicó la capacidad de las dinastías posrevolucionarias para representar la adecuación de las vie jas formas de comportamiento aristocrático a la gran narrativa burguesa de la domesticidad como «cuna de la clase media» y caleidoscopio de sus valores culturales y morales.
Desde este punto de vista, el aprendizaje del oficio de monarca constitucional requería que este estuviese preparado para sujetar su vida doméstica a las normas básicas de comportamiento de sus súbditos o, al menos, de la parte de aquellos que se sentían representados y protegidos por la nueva monarquía constitucional. La comprensión histórica de este tipo de monarquía requiere, por lo tanto, análisis que crucen todos esos planos de actuación, estableciendo las conexiones existentes entre los discursos doctrinales, los valores culturales y las prácticas políticas movilizadas por y en torno a las nuevas monarquías decimonónicas.

En el siglo XIX –y en parte también ahora, como ha demostrado por ejemplo Michael Billig para Inglaterra– cuando se habla de monarquía se habla también de privilegio y/o de igualdad, de nacionalidad, de moralidad, de familia, del papel de las mujeres y de los hombres, de los pa dres y los hijos. La aprobación o desaprobación de las acciones de los monarcas incluye valores, perspectivas y supuestos morales.
Incluye también expectativas de representación pública de todos esos supuestos, capaces de enlazar con la imagen percibida de la nación como última autoridad moral y política. El respeto por la realeza comienza así a dejar de ser algo consustancial, mágico o religioso, y va caminando (con vacilaciones y sobresaltos) hacia la percepción mayo ritaria actual de que ese respeto debe merecerse y ganarse cotidianamente.

Por otra parte, como ha argumentado Henke Te Velde en relación con los riesgos de un divorcio demasiado radical entre el papel político y simbólico de la monarquía, tan sólo una concepción muy limitada de «lo político» permite argumentar que los valores y actuaciones requeridas de los monarcas constitucionales en aspectos sustanciales de la representación pública de su vida privada puedan ser considerados como «simplemente simbólicos», no envueltos y actuantes en el conflicto político en sentido amplio de su.

En este sentido, al mismo tiempo que no deberían establecerse dicotomías rígidas entre lo público y lo privado, lo político y lo simbólico, se debería también evitar proyectar la idea de una evolución lineal de tránsito necesario y progresivo del poder político al poder simbólico de los monarcas.
Con todo, y a largo plazo, la capacidad de la monarquía para representar convincentemente a la nación y los va lores en ella dominantes estuvo (y está) estrechamente relacionada con la percepción, gradual mente extendida, de un institución situada por encima de –o fuera de– la política estrictamente partidista, de los conflictos sociales e identitarios cotidianos. Algo que, en general, supuso una paulatina (y siempre forzada) retirada del monarca del espacio de la política en su sentido más estricto para entrar en el ámbito de fabricación de una institución y de un personaje cargado fundamentalmente de simbolismo moral y nacional 17 .

A partir de estas consideraciones, el papel desempeñado por la sátira y la pornografía po lítica en torno a la familia real española durante el reinado de Isabel II, adquiere una mayor complejidad histórica. Por una parte, requiere ubicar el análisis de la primera experiencia pos revolucionaria de monarquía constitucional en España en un contexto europeo que permita apreciar mejor su especificidad dentro de una problemática que fue, y sigue siendo, transnacio nal. Por otra, obliga a una visión dinámica de las relaciones entre aspectos políticos y simbólicos, enfatizando su imbricación así como el carácter a menudo conflictivo de la misma, tanto desde un punto de vista sincrónico como diacrónico.
Desde ambos puntos de vista, la reflexión histórica sobre las monarquías decimonónicas puede ser útil para orientar a los lectores en el debate actual acerca de cuál es y cuál debe ser la posición de la monarquía, y más concreta mente de la familia real, en una sociedad y un régimen democrático como los actuales.

En la versión históricamente más evolucionada de la monarquía constitucional, y de acuerdo con la famosa fórmula de Adolphe Thiers, «el rey reina pero no gobierna». El problema en tonces, como advirtieron todos los teóricos liberales, consistía en precisar qué se entendía exactamente por reinar. Fue el mismo Thiers quien proporcionó una de las respuestas más conocidas, tan vaga e impreci sa como significativa: «Reinar es ser la imagen más verdadera, la más alta y la más respetada del país».
La cuestión no quedó jamás resuelta en la práctica y, como he señalado más arriba, se convirtió en el núcleo de una tensión constante entre los poderes del rey y los poderes de la nación. Una tensión que, en todo caso, determinó el destino de ambos y forzó la reinvención del monarca en el centro ejemplar de un sistema simbólico capaz de trascender la política en sentido estricto para entrar en el mundo de los valores, de la moralidad y de las costumbres nacionales. De hecho, la pervivencia y el futuro de la monarquía estuvieron ligados en todas partes a la reelaboración posrevolucionaria de las claves de identidad nacionales, las cuales fue ron dominando todas las imágenes de comunidad política, social o cultural. En ese escenario, tanto la nueva monarquía como la nación moderna se reinventaron conjuntamente.

La historiografía reciente ha ido despojando a ese proceso del sentido más burdamente funcionalista que ciertas lecturas de Benedict Anderson o David Cannadine pudieron propiciar en su momento. Tanto la tradición monárquica como la nación fueron algo más que invenciones puras y simples. Viejos lenguajes, tradiciones y sentimientos de pertenencia previos, se re elaboraron y reorganizaron durante el siglo XIX de acuerdo con nuevas jerarquías de valores y objetivos que respondían a los retos del presente. Además, aquel proceso no se produjo sólo de arriba abajo ni en términos abiertamente instrumentales.
Por una parte, los movimientos de abajo a arriba, tantos de las élites como de los sectores populares locales, han sido rehabilitados en los estudios sobre el nacionalismo y comienzan a serlo también en los referidos a la llamada performing monarchy, monarquía ceremonial o escénica. Por otra parte, al tiempo que su aparición moderna se retrotrae a los años posteriores a la oleada revolucionaria de 1830, se van enfatizando también los elementos de un monarquismo y de un nacionalismo banales, que trascienden los mecanismos de nacionalización específicos y la planificación de grandes espec táculos ceremoniales para entrar en el terreno de la diseminación social continua, soterrada y cotidiana, que recuerda constantemente a los ciudadanos que viven en una nación monárquica.
Novelas y obras de teatro, revistas de moda y satíricas, sellos y canciones, tarjetas de vi sita, fotografías y grabados, rumores y chistes, forman parte de los mecanismos informales de difusión social, cultural y política del discurso monárquico.

En ese entramado cultural, las metáforas familiares y las diferencias culturales construidas respecto a las naturalezas y funciones de los hombres y las mujeres ocuparon un lugar esencial tanto para la representación de la nación como de la monarquía.
La investigación al respecto ha avanzado sustancialmente en el análisis de las categorías de la esfera pública liberal al pro blematizar la dicotomía clásica (central para el liberalismo) entre espacios privados y públicos, insistiendo en el carácter social, cultural y políticamente construido de ambos 20 .
Buena parte de esos avances proceden del impacto en la historia política de los estudios sobre las relaciones entre las mujeres y el poder (o el poder de las mujeres) como uno de los campos más innovadores de las últimas dos décadas. Desde dicha perspectiva, la naturaleza del poder ha sido re evaluada descartando una concepción puramente pública, institucionalizada, del mismo. No se trata, por supuesto, de reproducir el viejo aserto acerca de la influencia oculta de las mujeres sobre los hombres que las resarciría de su falta de poder público y abierto, equilibrando ambos poderes y reproduciendo a través de ese equilibrio un mundo de esferas separadas y complementarias que, a los ojos del historiador, podría parecer que funciona de manera natural y sin conflictos.
Se trata, por el contrario, de valorar las posibilidades y analizar las condiciones de resistencia y actuación de las mujeres, en situaciones de desequilibrio manifiesto de acceso a los mecanismos y espacios del poder.

Un problema que presenta una serie de características específicas cuando se analiza el comportamiento de mujeres ubicadas en posiciones de poder muy destacado como es el caso de las mujeresreinas. Es decir, en el caso de individuos que, en tanto mujeres, aparecen «por naturaleza» (es decir, culturalmente) ajenos al poder y al espacio público de ejercicio del mismo y que, al mismo tiempo, en tanto que reinas, ocupan la posición central dentro de una institución que como ha señalado, entre otros, Paul Kléber Monod fue pensada tradicionalmente en términos masculinos. Hasta tal punto podía ser así que la revolucionaria francesa Louise de Kéralio advirtió a sus lectores, en plena efervescencia de los ataques a la reina Ma Antonieta, que «una mujer que se convierte en reina cambia de sexo».

Como ha escrito Louise Olga Fradenburg en su introducción a un volumen sobre Mujeres y Soberanía, los estudios sobre el poder monárquico seguirán siendo inadecuados si no se analiza la forma en que la propia noción de soberanía real incluye connotaciones de género: «La soberanía –escribe– no existe al margen del género; la soberanía sirve y persigue fines a través de la matriz de construcciones culturales de género, y se convierte en un medio para perpetuar o transformar esas construcciones».

La reflexión en torno a las diversas formas en que los significados culturales asociados a la diferencia sexual permearon todo el ordenamiento político liberal permite explorar la relevancia pública, política, de los valores y formas de sociabilidad privadas. Es decir, la interpenetración de los discursos sobre la familia y el matrimonio y los re lativos al gobierno y al poder. Una serie de imbricaciones que, cada vez más, y esto es lo culturalmente relevante, confluyeron en negar la independencia, no sólo política sino moral, de cualquier forma de poder, y en concreto del poder monárquico, respecto a la voluntad soberana de la nación y sus valores morales dominantes

De esta forma, el aprendizaje de lo que Leopoldo II de Bélgica denominó «el difícil oficio del monarca constitucional» estuvo estrechamente ligado al marco de suposiciones culturales profundas –históricamente cambiantes y en constante debate– sobre la masculinidad y la fe minidad modernas.
Desgraciadamente, como ha advertido David Cannadine, los historiadores que trabajamos sobre las monarquías decimonónicas sabemos menos de lo que deberíamos respecto a sus predecesoras antiguas, medievales o modernas. Suponemos también, más de lo que deberíamos, que las monarquías democráticas actuales constituyen evoluciones exitosas de las monarquías constitucionales decimonónicas al tiempo que tendemos a evitar comparaciones que corran el riesgo de resultar anacrónicas.
El resultado es que quizás no apreciamos suficientemente el juego de continuidades y discontinuidades, la forma en que funciones tradicionales fueron abandonadas, adaptadas o reelaboradas durante el siglo XIX (y hasta la actualidad) en una institución de una flexibilidad histórica asombrosa.

Queda todo un interesante camino por recorrer respecto, por ejemplo, a la manera en que las variaciones en torno a la ubicación política y simbólica de la monarquía en las sociedades medievales, en el Antiguo Régimen, en la época de las constituciones liberales y en la democracia, afectaron a la percepción y formas de representación singulares de los monarcas y de sus familias. En este sentido, como en otros muchos, los momentos de transición entre unas formas u otras de monarquía son especialmente interesantes porque es entonces cuando las discontinuidades y fricciones resultan más evidentes.
La operación más fácil sería la de asumir que los cambios externos en el orden político suponen a su vez cambios internos en el orden personal de los reyes a riesgo de que estos –si no se adaptan– desaparezcan. Esto es cierto pero incompleto porque supone relaciones mecánicas y evoluciones lineales y necesarias que la con fusa y sobresaltada realidad de cada caso concreto complica siempre 27 .

La figura del monarca ha sido representada simbólicamente, a lo largo de la historia, desde dos puntos de vista en cuya combinación han residido sus fuentes de legitimación. Por una parte, tiende hacia la totalidad, la inclusión y la ejemplaridad de forma que pueda producirse una suerte de identificación entre el monarca y sus súbditos o, especialmente en los casos de las monarquías antiguas, una incorporación de los súbditos en la figura del monarca. Por otra parte, la figura del monarca tiende hacia (y se legitima en función de) su unicidad, exclusividad y excepcionalidad; es decir, es representado a partir de una radical diferencia con el resto de la población.
Ambas funciones legitiman su autoridad y su posición especial pero es evidente, también, que ambas implican identidades y relaciones potencialmente conflictivas y cambiantes según los contextos, la evolución histórica de la institución y las características personales de cada uno de los monarcas, incluyendo los valores y funciones sociales atribuidos a cada sexo.

El mayor o menor énfasis en la heterogeneidad o en la homogeneidad, en la excepcionalidad o en la normalidad del monarca debe ser abordado históricamente, lo cual implica analizar qué noción de súbdito, de ciudadano, e incluso de individuo, se tiene en cada época. Por ejemplo, es evidente que la monarquía ha sido siempre una institución fuertemente masculinizada.

¿Qué implicaciones tiene que el monarca sea una mujer? Más aún, ¿qué implicaciones tiene que ese monarca sea una mujer en una monarquía medieval, en una monarquía absoluta o en una monarquía constitucional? Preguntas que obligan a atender, no sólo a la definición política de la monarquía, sino a la noción de individuo y sus significados diferenciados de género en cada una de esas épocas.
Si en las sociedades contemporáneas, liberales, la interpelación de identidad primordial de los individuos en su relación con el poder no es ya la de status sino la de género (hombres o mujeres), ¿qué significa eso en relación con la mayor tendencia hacia la homogeneidad (frente a la excepcionalidad) del monarca con sus súbditos que es una tendencia identificable en las monarquías constitucionales y luego democráticas?
Todas estas cuestiones inciden de manera directa en las relaciones posibles, históricas y por lo tanto cambiantes, entre la posición de poder atribuida políticamente a una mujer sobe rana –como es el caso de Isabel II– y las condiciones culturales de experiencia al margen del poder que, culturalmente, se atribuyen a las mujeres en la época de que estamos hablando.

Algo que enlaza, de forma tan sólo aparentemente sorprendente, con la importancia concedida, en las monarquías constitucionales, a la representación en el trono de las cualidades de neu tralidad, moderación, capacidad para la armonización de intereses, abnegación, compasión, etc., que se atribuían a las mujeres en general.

Con cierto sentido del humor, sexismo clásico y notable perspicacia, David Cannadine ha escrito: «Puede ser también que la monarquía constitucional sea de hecho una monarquía emasculada, y por lo tanto una versión feminizada de una institución esencialmente masculina. Porque la monarquía constitucional es lo que resulta cuando el soberano es privado de las funciones masculinas históricas de dios, gobernante y general en jefe y eso en cambio ha llevado –quizás por defecto o quizás intencionadamente– a un énfasis especial en la familia, la domesticidad, la maternidad y el glamour». Un planteamiento muy polémico pero que, no tan curiosamente, compartían el rey Leopoldo de Bélgica, la reina Victoria y su marido, el príncipe Alberto.

En todo caso, me atrevo a apuntar que la inestabilidad ideológica que podía producir la presencia de una mujer en la más alta magistratura del Estado se resolvía, precisamente, me diante la exaltación en el trono de las cualidades más genéricas, más femeninas, de los monarcas que por un juego del azar habían resultado ser mujeres. Un azar histórico que hizo coincidir a Maria II da Gloria con Isabel II y con la reina Victoria en momentos cruciales para la definición de la institución en Portugal, España e Inglaterra.

El caso de la monarquía victoriana es claramente el más paradigmático y el mejor estudiado. En enero de 1901, con ocasión de la muerte de Victoria, Washington Gladden, ministro de la Primera Iglesia Congregacionista de Columbus, Ohio, pronunció un sermón en el cual elogiaba a la reina británica poniéndola como ejemplo para sus feligresas: «Finalmente, es necesario decir de Victoria que su grandeza fue la de una verdadera feminidad. Fue su pura feminidad la que atrajo hacia ella los corazones de sus súbditos con la fuerza de un afecto que jamás con siguió otro monarca. No hubo sufriente en ninguna parte del reino que no estuviese seguro de tener las simpatías de la reina; los más necesitados y los más bajos sintieron que su corazón estaba con ellos. Fue su feminidad la que la convirtió en un gran gobernante» .
Muchos años antes, el marido de la reina Victoria, el príncipe consorte Alberto de SajoniaCoburgo, reflexionaba sobre su situación particular y la de su mujer y escribía en su diario: «A pesar de que una mujer soberana tiene muchas desventajas si se la compara con un Rey, sin embargo, si está ca sada y su marido comprende y cumple sus obligaciones, una mujer tiene muchas ventajas com parativas y, a largo plazo, puede demostrar que estas son superiores a las de un soberano mas culino».

Tanto el clérigo de Ohio como el príncipe Alberto tenían muy claro lo que la historiografía política más clásica no ha sabido o querido ver: la importancia política e ideológica que, para el funcionamiento y los mecanismos de legitimación de las monarquías liberales, habría de tener el sexo biológico del monarca y las expectativas (y construcciones) sociales creadas en tor no al mismo.
Walter Bagehot –cuya obra clásica analiza el progresivo desplazamiento del poder efectivo de la Corona– consideraba que entre los elementos fundamentales de estabilidad y fortaleza de la monarquía victoriana había sido crucial la forma en que la reina y su familia se ha bían convertido en la cabeza visible de la moralidad nacional, con especial énfasis en su capacidad de representar los valores familiares burgueses. «Una familia en el trono, escribió, es una idea muy interesante. Hace descender el orgullo de la soberanía al nivel de la vida cotidiana.

[...] Un matrimonio real es la brillante edición de un hecho universal y, como tal, atrae a toda la humanidad. [...] Una familia real endulza la política mediante el cuidadoso añadido de preciosos y pequeños sucesos. Introduce hechos que parecen irrelevantes en el negocio de gobernar pero que son hechos que hablan ‘al corazón de los hombres’ y a sus más íntimos pensa mientos».

El valor de la familia y de los sentimientos –la gran mitificación burguesa de la domestici dad como lugar de creación de las fuentes, tanto del yo íntimo como de la nación– ocupa un lugar central entre los mecanismos de legitimación, pero también de apropiación por parte de los ciudadanos, de las monarquías constitucionales. Como ha señalado Regina Shulte, al tiempo que las clases medias alcanzaban poder y aspiraban a la representación política, trataban también de apropiarse de la nueva monarquía liberal desde un punto de vista ideológico y sim bólico: «El burgués educado se definía a sí mismo como marido y como padre; el matrimonio y la familia se encontraban entre los pilares de su concepción de la sociedad o, más precisamen te, eran sus precondiciones naturales [...] todo ello produjo que las narrativas sobre la sobera nía real (y en concreto sobre las reinas) se convirtieran en componentes del complejo discurso de las clases medias sobre una forma de gobierno que era, al mismo tiempo, buscada y recha zada: la monarquía». De la misma forma, el ideal burgués de feminidad pudo convertirse en un elemento simbólico importante para construir toda una serie de mitos nacionales y, entre ellos, el mito de la monarquía constitucional como instancia arbitral, moderadora y nacional de go bierno 33 .

Con todo, las cosas fueron y son siempre más complejas. La práctica histórica de la soberanía real ha dependido siempre tanto del uso de «lo masculino» como de «lo femenino». Desde este punto de vista, el rey y la reina no pueden ser sólo tomados como representaciones absolutas o ideales de la masculinidad y la feminidad sino que debe analizarse también la forma en que la soberanía de ambos disloca esas categorías de mostrando su extraordinaria fluidez cultural y simbólica 34 .

Las ambigüedades que se pueden ob servar a la hora de utilizar recursos sim bólicos procedentes de lo masculino y de lo femenino en la representación histórica de la institución monárquica están de nuevo relacionadas con la ten dencia de esta hacia la totalidad, la in clusión y la ejemplaridad: la necesidad de ganar a ambos sexos y en todas las funciones culturales con las que estos han sido variadamente asociados. Al mismo tiempo, esa plasticidad parece estar también relacionada con la urgencia de la soberanía hacia la exclusividad, es decir, la necesidad del monarca de marcar su diferencia respecto a sus súbditos.
Una necesidad que, sobre todo en las monarquías antiguas, tomó la forma de un cuerpo, unas atri buciones y una sexualidad extraordinarias, como es evidente en la permisividad antigua respec to al incesto o en toda la teoría respecto a los dos cuerpos del rey, el cuerpo místico y el cuerpo material, de las monarquías medievales 35 .

Es en este sentido en el que conviene reflexionar sobre los cambios introducidos entre las formas de representación de la realeza en la monarquía medieval y moderna (con su énfasis en el derecho divino o el poder absoluto del rey) y las concepciones culturales y políticas propias de las monarquías liberales. Un tipo de monarquía que completó el «descenso de los reyes», iniciado al menos dos siglos antes, a la posición fundamental de un hombre (o mujer) como los demás, sujeto a las leyes naturales y constitucionales; producto del consentimiento cotidiano, el pacto histórico o, en último extremo, la soberanía nacional 36 .

Por eso, el monarca contemporáneo debe procurar (o le deben ser procurados) elementos nuevos de representación, también en términos de género. Sólo así podrá aspirar a perpetuarse e incluir en su «cuerpo real» a la nación en su conjunto, los valores y señas de identidad básicas de una comunidad política cuya concepción de la soberanía impugna (al menos teóricamente) la exclusividad y la excepcionalidad del privilegio. En tanto que al monarca dejan de suponér sele cualidades extraordinarias, y por lo tanto posibilidades de excepción absoluta respecto a sus súbditos, la exclusividad de su liderazgo simbólico se desplaza precisamente a su capacidad de representar o encarnar –mejor que ningún otro individuo o familia– los valores colectivos dominantes, individuales y familiares, de su época.

Al mismo tiempo, paradójicamente, se le requiere que excluya su individualidad o sus in tereses puramente individuales, familiares o patrimoniales. Esto es así porque ese desplazamiento simbólico hacia «lo común» –que llega hasta la actualidad– no puede ser completo a riesgo de perder elementos claves de legitimación simbólica y política; a riesgo de desestabilizar la posición de supremacía social e inviolabilidad del rey en la cúspide del sistema social y po lítico. Si el rey o la reina acaban siendo algo así como «un burgués o una burguesa más», ¿no se pierde algo del carácter «mágico» de la ilusión monárquica en el camino? Más aún, si el rey y la reina son y se comportan como cualquier otro individuo o familia burguesa, ¿no es cierto que su posición de poder excepcional, y su inviolabilidad, les coloca en una situación de ven taja, de agravio comparativo, respecto al resto de los individuos y de las familias burguesas? Por último, si el rey y la reina, y su familia, son simplemente una familia y unos individuos idén ticos al resto de sus súbditos, ¿qué diferencia existe entre ellos y un presidente de una repú blica que hace innecesaria, o indistinguible de ella, la monarquía?

La profunda inestabilidad de los mecanismos de legitimación simbólica de las monarquías liberales (que también llega hasta la actualidad) reside precisamente en este tipo de cuestiones –que cruzan constantemente lo público y lo privado. Para abordarlas es necesario trascender la clásica definición de una esfera pública de acción y opinión política claramente separada en sus preocupaciones y objetivos de la esfera privada.
Por el contrario, sólo a través de su profunda contaminación mutua pueden analizarse, sin caer en lo anecdótico o meramente escan daloso, la forma en que los vicios privados de los monarcas (o su representación pública como tales) hace surgir respuestas políticas peligrosas cuando afecta a áreas moralmente sensibles de una determinada cultura y en un determinado momento de conflicto 37 .

El famoso «affaire de la reina Carolina» por ejemplo, –suscitado por el intento de Jorge IV de Inglaterra de anular los derechos de su esposa y divorciarse de ella acusándola de adulterio– ha mantenido perpleja a la historia social británica hasta la actualidad.
Aquella extraordinaria agitación política que aunó a favor de la reina a whigs y radicales, a las clases medias reformis tas y a los líderes del incipiente movimiento obrero, fue algo más que un «disparate que es me jor ignorar» según la extrañamente poco afortunada expresión de E.P. Thompson. Por el con trario, la historiografía más reciente ha demostrado que, a partir de entonces, nada fue igual en la percepción de la capacidad de control de la monarquía por la ciudadanía británica. Al insertar en pleno debate constitucional y social –un año después de la «masacre de Peterloo»– la dis cusión pública de la vida privada de los reyes, aquel «disparate» contribuyó decisivamente a forzar la aceptación por parte de la monarquía –como luego harían Guillermo IV y sobre toda la reina Victoria– de su papel como institución sujeta a la nación, limitada severamente en su poder político efectivo y situada críticamente en los intersticios entre lo público y lo privado

La idea de explorar las relaciones entre el universo moral de la experiencia privada de los súbditos y las críticas políticas al sistema ha cambiado nuestra perspectiva de fenómenos tan dispares como, por ejemplo, la Revolución Francesa o el radicalismo británico. Puede hacerlo también respecto a los problemas de consolidación política y simbólica de la monarquía cons titucional en España, evitando tanto el peligro de considerar innecesario (u obsceno) el estudio del comportamiento personal e íntimo de los reyes como el de tratarlo a través de alguna forma, más o menos disimulada, de pornografía histórica.
Sólo así tiene sentido ocuparse de una obra como Los Borbones en pelota que resulta excepcionalmente útil para reflexionar sobre la forma en que rasgos explícitamente normativos del universo moral e íntimo pueden conformar la re tórica de la política y definir las áreas de denuncia o conflicto en la vida pública 39 .

A partir de aquí lo que deseo argumentar es que la imagen pública de la reina Isabel II – tan letal con el tiempo para el prestigio de la monarquía y más allá de los materiales objetivos con que se pudo ir construyendo– fue el resultado ambivalente de las respuestas culturales de la época a tres cuestiones que normalmente los historiadores analizamos independientemente.

Por una parte, la discusión sobre el poder que cabía atribuir a la monarquía en el universo po lítico liberal de la primera mitad del siglo XIX.
Por otra parte, el debate en torno a la valoración social de las mujeres y al papel de la familia en la sociedad liberal. Por último, los efectos po líticoculturales de la distinción formal entre ámbitos privados y públicos de acción y experien cia social que el liberalismo pugnaba por imponer al tiempo que constantemente la subvertía.

Si algo demuestra ese análisis cruzado es que ni Isabel II ni sus contemporáneos tuvieron nunca realmente claro cuál había de ser la identidad concreta y el comportamiento concreto de un rey constitucional y, más aún, de un rey constitucionalmujer.
Lo que esa identidad y comportamiento llegaron a ser fue, en buena medida, producto de la discusión política sobre sus ambigüedades intrínsecas y de la práctica histórica de las mismas por parte, no sólo de la persona que efectivamente encarnó a la institución monárquica en aquel momento, sino de quie nes focalizaron en ella sus aspiraciones de poder y de representación.

Así, Isabel II, formada en una corte absolutista que tardó más en desaparecer que la monarquía absoluta, gestionó sus espacios posibles de identidad en un mundo muy cambiante de valores políticos y morales en pugna. Un mundo en el que no sólo competían los valores de las clases populares, de la aristocracia o de las clases medias sino que estos se entrecruzaban fre cuentemente entre sí por lo que a las demandas de representación pública de la monarquía se refería. Más aún, ninguno de ellos –tampoco los valores liberales y burgueses– fueron jamás homogéneos ni incontestados y al cambio de los mismos, a los factores de disenso y de hege monía interna, contribuyó también la discusión pública sobre la vida privada de la reina.

 

2 El segundo cuerpo de la reina: Isabel II y las mujeres del liberalismo

El 17 de octubre de 1868, en el periódico republicano La Discusión, Félix Pyat escribió: «Habéis despedido una mujer... ¡perdonad! Una reina, llaga de su pueblo, vergüenza de su sexo, escan dalosa calamidad, cúmulo de todas las liviandades de un hombre, sin una sola virtud de mujer; con todos los vicios públicos, sin una sola virtud privada; con todos los pecados de una Mag dalena, sin uno de sus remordimientos; beata que del confesionario ha ido al lupanar; cristiana con un serrallo de hombres; Luis XV hembra con su parque de rumiantes, que ha convertido [...] su lecho en trono y sus queridos en vuestros reyes. Esta es la revolución del pudor» 40 .

Toda la temática de esta cita está contenida en las acuarelas pornográficas de Los Borbones en pelota, fechadas por los especialistas en los meses inmediatamente posteriores a la Revolución de 1868. Con ellas se llegó al punto máximo –al menos el conocido y documentado– del proceso de degradación experimentado por la imagen y la reputación personal de Isabel II desde incluso antes de que, en 1843, fuera declarada mayor edad y asumiese personalmente la tarea de reinar.

Creo que es imposible entender el comportamiento político de la monarquía de Isabel II, y el de su entorno respecto a ella, si no se toman en cuenta y se analizan las consecuencias político culturales de la contingencia histórica de que el primer monarca español plenamente constitucional fuese una mujer y que llegase al trono siendo una niña. «Un heredero, aunque hembra», escribe Carlos Cambronero que fue el comentario unánime al conocerse su nacimiento 41 .

Entre los efectos históricos más evidentes de la feminidad real, el más espectacular y pri mero fue la guerra civil carlista legitimada, precisamente, por el hecho de que Isabel II (en tanto que mujer) debía ceder sus derechos de sucesión a su tío, el infante Don Carlos, en tanto que hombre. El «aunque» de Cambronero se convirtió pues en una fuente de inadecuación original, y de ansiedad social, respecto a la relación posible entre esa «hembra» y el trono español. Desde entonces, la totalidad de la vida política del reinado de Isabel II estuvo cualificada por esa doble condición del monarca que –parafraseando la terminología medieval– pudo actuar, en el sentido que antes he introducido, como equivalente liberal (en lo simbólico y lo político) de los dos cuerpos del rey antiguo. La mujer capaz, o no, de representar las fuentes íntimas de mora lidad de sus súbditos; la reina capaz de representar a la nación como cuerpo político y moral.

Desde el principio, Isabel II quedaba excluida del formato de representaciones asociadas al monarca heroico, masculino. Sus virtudes (y sus vicios) habrían de ser esencialmente femeninos.

Desde el ángel de inocencia de su niñez, pasando por la imagen de la madre cristiana desprendida y piadosa, hasta la Eva lasciva, la mujer caprichosa, esclava de sus pasiones, del final del reinado.

La evolución de la imagen de la reina en el largo período que va desde su nacimiento a la Revolución de 1868 proyecta con una fidelidad asombrosa la imagen de la revolución y del libera lismo sobre sí mismos y uno contra otro. Durante la regencia de Ma Cristina, la inocencia de un mundo por venir y la extrema vulnerabilidad de esa inocencia, de ese ser nuevo, cargado de espe ranzas pero también de temores. La hija de la nación que la protege y la defiende con las armas en la mano, la «alumna de la libertad» del acto de jura de la Constitución de 1837.

En 1843, finalizada la guerra civil y la turbulenta regencia de Espartero, la reina que accede al trono a los trece años es representada como el puerto de paz y buen gobierno, la síntesis vi gorosa de una nueva era destinada a aunar la libertad y el orden; una mujer joven y llena de vida capaz de regenerar a la nación. Desde un punto de vista simbólico, más que pedirle que sea árbitro del conflicto político entre partidos se le pide que los anule; que establezca una re lación directa entre la monarquía y la nación para acabar con la lucha estéril y bastarda de los partidos. Algo similar a lo que ha sido estudiado para Inglaterra en los orígenes (pero no sólo) de la monarquía victoriana cuando se forjó un lenguaje supuestamente prepolítico, populista, que buscaba legitimar a la monarquía, en condiciones de sufragio muy restringido, como la ins titución verdaderamente representativa de la nación en su conjunto frente a un Parlamento percibido como esencialmente elitista, excluyente, oligárquico 42 .

La luna de miel entre la nación y la reina adolescente duró muy poco. El llamado «incidente Olózaga» –por el cual el primer ministro progresista fue acusado por el partido moderado de forzar a la reina para conseguir un decreto de disolución de las Cortes– trajo a la imaginación de toda España, y de buena parte de Europa, la vulnerabilidad personal, sexual y política de Isa bel II. Su situación, en el mejor de los casos, como objeto de las intrigas de los partidos y de la corte y, en el peor, su precoz disposición a ser sujeto activo de las mismas. El debate nacional e internacional sobre su temprana boda forzada con su primo Francisco de Asís, conocido por sus simpatías carlistas y sus afeminados modales, enturbió desde el principio la representación de una familia bien avenida, fundada sobre el amor y el respeto mutuos.

Quizás por ello, el mayúsculo escándalo de 1847, cuando la reina de diecisiete años mostró públicamente su amor por el general Serrano y su disposición a divorciarse, pudo todavía formar parte de la leyenda de la joven traicionada por los políticos, mal casada, deseosa de en derezar su vida (y la de la nación auténticamente liberal) junto a un hombre vigoroso, varonil y heroico, que además tenía la ventaja de simpatizar con el partido del progreso, arrojado del poder con malas artes en 1843. A partir del momento en que el general Narváez y Ma Cristina lograron frenar aquella peligrosa deriva personal y política de la reina, el proceso de descom posición de su imagen comenzó a crecer. En vísperas de la revolución de 1854, la nación liberal ya no confiaba en Isabel II pero aún podía creer (o fingir creer) que sus errores eran producto de su extrema juventud y, sobre todo, de la nefasta influencia de su marido, de su madre y de la omnipotente camarilla.
En cualquier caso, la relativa facilidad con que se desactivaron las iras populares contra la reina y se desviaron hacia su madre, en los días cruciales de julio de 1854, merecería una reflexión más detenida y desprejuiciada de lo que se ha producido hasta el momento.

Tras aquella revolución, que la reina colaboró con entusiasmo en revertir, el deterioro de su imagen política y privada ya no tuvo más barrera que los esfuerzos de la Unión Liberal de O’Donnell. Cuando aquel partido, pensado para sujetar a la Corona al grueso del liberalismo respetable y salvarla de sí misma, fue también despedido, el precipicio estaba a sólo unos pa sos. Sin embargo, fueron necesarios aún cinco largos años para que Isabel II fuese arrojada del trono, convertida en el epítome de la mujer cruel, lasciva y desenfrenada que constituía la des honra de España.

Las cuestiones relevantes no pueden, sin embargo, cancelarse con una narración del tipo de la que acabo de hacer. Hay problemas más complejos que afectan a la relación entre la cre ciente exposición pública de la vida privada de la reina y la pérdida (o no) de poder político efec tivo. La forma en que los diversos momentos de ese progresivo e imparable deterioro se entre lazaron con conflictos políticos específicos y fueron convirtiendo su poder positivo de hacer en el poder negativo de impedir hacer.

Lo que interesa en este sentido no es tanto el grado de objetividad de los crecientes ru mores, chascarrillos, coplas populares y publicaciones diversas de lo que un temprano repre sentante de ese género denominó, en 1854, «los escándalos de Isabel II» 43 . Lo que interesa analizar es la forma en que la discusión pública sobre el sexo, y la sexualidad, de la reina se convirtió en una fuente de inadecuación profunda para la representación y ejercicio del poder real desde sorprendentemente pronto. Muy pronto y de forma muy efectiva porque Isabel II vivió, y fue vivida por sus súbditos, en un momento crucial para la definición social y cultural de la naturaleza de las mujeres; un tema estrechamente relacionado con la discusión en torno a los valores morales y privados de la nación sobre los que debería asentarse la nueva esfera pública liberal.

Las puertas entreabiertas por aquel debate comenzaron a cerrarse durante las décadas cen trales del siglo, a medida que se arrinconaba políticamente a progresistas y demorrepublicanos en favor de la larga hegemonía de los liberales llamados moderados. Precisamente en los mis mos años en que Isabel II accedía al trono y era forzada a casarse con su primo Francisco de Asís (18431846), el debate al respecto alcanzaba un punto álgido en torno a los te mas clásicos de la (des)igualdad racional y de la complementariedad más o menos jerárquica entre los sexos, la educación e, incluso, la posibilidad del acceso de las mu jeres al gobierno.

Por una parte, un verdadero aluvión de obras morales y satíricas se encargó de ensalzar las virtudes estrictamente domésticas de las mujeres como esposas y madres, ridiculizando a la mujer pública, la indecente «mujer liberal», literata, reforma dora o con ambiciones intelectuales y políticas. La agresividad de los estereotipos sobre la «bachillera», la «filósofa» o la «politicastra» respondía, precisamente, a la voluntad de neutralizar (mediante el ridículo y la feminización) las propuestas de los círculos progresistas, demócratas y republicanos más atentos a la in clusión cívica de las mujeres y, en general, a la extensión de los derechos de ciudadanía. El ciudadano potencialmente universal (masculino) podía ridiculizarse mejor (o inquietar más) si se abordaba el tema de la ampliación de la esfera pública liberal a través de la antinatural participación de las mujeres en ella

Frente a esa intensa campaña –que formaba parte del proyecto general de los moderados de limitar y acotar la energía revolucionaria desatada en la década anterior– se alzaron publicaciones como La Ilustración. Álbum de Damas, El Defensor de las Mujeres o El Pensil del Bello Sexo, entre otras varias de breve pero intensa circulación. Revistas producidas desde círculos progresistas y demócratas que, al tiempo que discutían sobre «la situación de la mujer», hablaban de política en un momento en que la censura hacía cada vez más difícil la labor de oposición al régimen conser vador recién inaugurado. Como ha estudiado Mónica Burguera, aquellas publicaciones abordaron directamente el problema de la reubicación social y moral de las mujeres, poniendo de relieve al gunas de las grandes contradicciones y paradojas de la ideología liberal 49 .

Las intervenciones de escritoras destacadas de su época como Gertrudis Gómez de Avella neda y Carolina Coronado, o de hombres como Víctor Balaguer o Ribot y Fonseré, pusieron de manifiesto las ambivalencias y contradicciones del ideario liberal que abría una puerta, y al tiempo intentaba cerrarla, respecto a la igualdad entre los sexos y su necesario corolario social y político en materia de deberes y derechos.
Como advirtieron todos ellos, la exclusión de las mujeres de la vida pública resultaba mucho más evidente y cuestionable a partir de los desarro llos de una teoría política, y de toda una reflexión filosófica, que había colocado en su centro al individuo, formalmente igual y libre de las redes de jerarquía y dependencia del Antiguo Ré gimen. No sólo las mujeres debían y podían ejercer su razón como educadoras de ciudadanos –interviniendo así indirectamente en la esfera pública– sino que su reclusión obligada al ámbito doméstico de «servicio» a los hijos, los padres y los maridos era una forma de esclavitud.
Quizás no todas, pero algunas mujeres habían demostrado que tenían capacidad para traspasar los límites del hogar y/o exhibir en público un talento que estaba en potencia en todas las mujeres educadas 50 .

Gertrudis Gómez de Avellaneda –escribiendo dos años después de que una mujer accedie se a la más alta magistratura del Estado– publicó un texto pionero, titulado «Capacidad de las mujeres para el gobierno», que impugnaba abiertamente la superioridad intelectual de los hom bres sobre las mujeres y defendía para estas todo el potencial de emancipación universal de los valores ilustrados y liberales. Parecía, y quizás lo fuese, una contestación al escritor y político moderado García y Tassara quien –exactamente en el mismo momento en que Isabel II se hacia cargo de sus prerrogativas como monarca constitucional– describía a «la mujer acometida por la fiebre de la política» como «la viva imagen de los endemoniados», una Sibila delirante, ho rrenda, peligrosa y sobre todo ridícula 51 .

A partir de entonces, y en un ambiente de agresividad ideológica muy patente, el discurso de la domesticidad en su versión más conservadora fue imponiéndose a través de obras mora les, religiosas, pedagógicas, higienistas, científicas y literarias de muy diversa autoría y factura.

Como ángel del hogar, como madre cristiana o como respetable dama liberal entregada a la fi lantropía, el discurso hegemónico se contrajo (en general, y en el mejor de los casos) hacia los límites más estrechos de un modelo de complementariedad jerárquica de los sexos y de una fe minidad construida a través de la castidad, el sentimiento y la abnegación.

He escrito en el mejor de los casos porque, frente a la imagen idealizada del ángel doméstico –mucho más digna moralmente y más secular en su formulación– la vieja misoginia denigratoria fue central al discurso y a la normativa religiosa dominante. A través de ella se mantuvo viva y ac tuante la idea de una inferioridad esencial de las mujeres respecto a los hombres y, especialmente relevante para el tema que nos interesa, se perpetuó una concepción de las primeras como fuente de toda perversión y de todo pecado.
El padre Claret, confesor de Isabel II, insistió en la necesidad de reforzar la virtud de la castidad en las jóvenes para evitar que «nadie las contamine; cosa muy fácil, porque ellas son susceptibles como la pólvora». Más adelante, tras recomendar que no se permitiese a las mujeres «leer libros de amores, singularmente novelas y romances, que nos regala una caterva de mal llamados literatos», acumulaba durante varias páginas versículos del Eclesiás tico (XXV.1) del tipo de los siguientes: «Toda malicia es muy pequeña en comparación con la ma licia de la mujer: ella será la suerte que cabrá al pecador en castigo de sus maldades» (v. 26) o «De la mujer tuvo principio el pecado, y por causa de ella morimos todos» (v. 33) para añadir «Adán por causa de la mujer se vio echado fuera del paraíso de las delicias, desnudo de la gracia, vestido de pieles y sujeto a todas las calamidades y desgracias [...] No sólo la mujer ha sido causa de tan grandes calamidades en los reinos y naciones, sino también en la Religión; de modo que los he resiarcas y sus herejías han andado siempre acompañados de la mujer», etc. El mismo Claret jus tificó los malos tratos a las mujeres recomendando resignación: «Como buena cristiana, sufrirás y callarás, y así desarmarás a tu marido...» 52 .

El temor a las mujeres –identificadas con el sexo desordenado y con la capacidad para alie nar la voluntad de los hombres– se encontraba también presente en otros ámbitos culturales y políticos muy alejados del ultramontanismo de Claret. Como ha recordado Florencia Peyrou, en determinados escritos republicanos (desde las novelas al teatro pasando por los textos más teóricos) se insistía en la necesidad de que la madre pura y casta se sometiese a un férreo control de sus impulsos. Demasiado próximas a la naturaleza, las mujeres debían evitar los extremos emocionales a los que estaban especialmente inclinadas: la irracionalidad, la hipersensibi lidad, los «instintos animales», los «excesos repugnantes».
Tan sólo una firme educación y un esfuerzo constante y cotidiano les permitiría desarrollar sus otras inclinaciones a la virtud, la laboriosidad, la decencia y el recato. Estos últimos eran los atributos de la auténtica mujerciu dadana que buscaba situarse en las antípodas de la Eva lasciva y tentadora del corrupto mundo aristocrático; aquella que constituía un peligro para los republicanos virtuosos con su capacidad para, desde el deseo sexual, destruir la voluntad y la inteligencia, la racionalidad de los va rones. Desde este punto de vista, las mujeres eran las encargadas de civilizar y purificar las cos tumbres pero poseían también, en potencia, el peligro de degenerar y corromper el cuerpo so cial y el cuerpo político 53 .

La demonización final de Isabel II como una mujerreina peligrosa para el liberalismo en su conjunto bebe directamente de todos estos deseos y ansiedades, con vocados en torno a la oscura ambivalencia de la identidad femenina.

No es este el lugar para desarrollar un debate sobre el cruce de discursos sobre las mujeres y la mayor o menor hegemonía social de cada uno de ellos 54 . En todo caso, y por lo que respecta a la reina, tres aspectos quedaron claros desde muy pronto. En primer lugar, la hostilidad de la corte y de la mayor parte del partido moderado a cualquier proyecto de educación de Isabel II como una reina virtuosa y constitucional, la primera ciudadana del país, en el sentido que in tentó la condesa de Espoz y Mina durante la regencia de Espartero.

En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, el supuesto cultural profundo de que, dada su naturaleza femenina, la reina podía reinar pero no podía gobernar. Esto último po dían hacerlo sólo sus ministros (oficial y constitucionalmente) o alguna influencia oculta y no constitucional. La cuestión era saber quién y cómo habría de hacerse con las prerrogativas re gias. Todos los especialistas coinciden en que el reforzamiento del poder de la Corona en la Constitución de 1845 buscaba el fortalecimiento del ejecutivo (es decir, del gobierno designado por el trono) frente al Parlamento. Una tensión, como hemos visto, consustancial a todas las monarquías constitucionales. En España, un país con bajísimo grado de consenso entre los diversos grupos liberales (incluso entre los que se declaraban monárqui cos), dicha tensión condujo a una situación entrópica al tamente inflamable. La posibilidad de una progresi va parlamentarización de la monarquía estuvo bloqueada desde el principio y constituyó un espejis mo político. Ese espejismo no supuso, sin embar go, un reforzamiento del margen personal de maniobra de la reina sino su ruina como poder al margen.

La atomización de todos los partidos y la opción netamente partidista que, desde el principio, tomó la Corona, colocó a la reina en un lugar de extrema visibilidad política y personal. En ese contexto, fue precisamente la lucha cainita, sin medida, control o límites, desatada entre partidos y facciones de partido, la que convirtió la vida privada de Isabel II en un arma más del combate político. Como escribió en su momento el embajador británico Howden, «Aquí ya no se concibe la monarquía más que como una monarquía de partido y todos los partidos se defienden a sí mismos antes que a la Co rona y la atacan o la protegen según estén o no en el poder [...] En realidad en ningún partido hay un auténtico sentimiento monárquico, como nosotros lo concebimos en Inglaterra, todos desprecian a la familia real y la desprecian más cuanto más la necesitan»

La precaria posición simbólica y política en que esa situación colocaba a Isabel II –especialmente a partir de 1863– creo que demostró la incapacidad personal y política de la reina (a diferencia de su madre) para ejercer el poder personalmente, para reinar y gobernar sujetando a los partidos mayoritarios, y muy especialmente al partido moderado, a la autoridad de la Corona.
La extrema debilidad simbólica de Isabel II determinó su imposibilidad para presidir sobre la pugna entre los partidos porque para poder hacerlo (para poder quitar y dar el poder a frac ciones políticas tan largamente enfrentadas entre sí) debería haber tenido un margen de autoridad y de poder simbólicos que nunca le fue reconocido por ningún grupo o partido político.

El amplio margen de maniobra al detalle de Isabel II se reveló, así, en un sustrato más pro fundo, como una incapacidad sustancial para elevarse como institución indiscutida e indiscutible, por encima de los partidos; por encima, incluso, de las propias fracciones moderadas y de los inte reses enfrentados de la familia real.
Partidos, fracciones y familia que no dudaron nunca en utilizar los «vicios privados» de la reina para debilitarla políticamente, desprestigiando de paso la monar quía robusta que decían querer implantar y respetar. En aquella gran crisis de valores (que acabó provocando la Revolución de 1868) el comportamiento privado de Isabel II –y es sólo desde este punto de vista desde donde tiene interés analizarlo– fue sobre todo un material político de denun cia para el liberalismo y, dentro de él, para amplios sectores del moderantismo.

De hecho, fueron ellos (junto con el rey) los primeros emisarios de los rumores acerca de los amantes de la reina y de la dudosa paternidad de sus hijos. La escocesa Fanny Calderón de la Barca –casada con un político y diplomático español– se extendió sobre ello en un libro pensado para los lectores británicos. A su juicio, y comparado con lo que sucedía entre la alta sociedad británica, la conducta de las damas madrileñas era asombrosamente liviana. «Lo más que pueden temer es una separación legal; hay muchas murmuraciones, pero si se mantiene el decoro público, si no hay escándalo público, no hay demasiados problemas». La reina era especialmente imprudente pero, en todo caso, la filtración de rumores sobre sus amantes provenía invariablemente de cortesanos o políticos despechados por la falta de acceso al pa tronazgo que podía repartir el favorito. «Es la misma vieja historia de la revolución francesa: el descrédito contra la reina comenzó en las clases altas; bajó después al vulgo, y cuando se hubieron desencadenado las pasiones, se encontraron los nobles con que eran las primeras víctimas y que no podían contener la tempestad que ellos mismos, sin intención, habían pro vocado» 56 .

La doble moral al respecto no se refería sólo al hecho de que lo que se consentía en todos los hombres (y en todos los reyes, anteriores y posteriores) no se consintiese en aquella mujer y reina particular. Esa distinción no era una doble moral, en sentido estricto, sino un valor cul tural profundo de la época respecto a la naturaleza y funciones distintas de los hombres y las mujeres. La verdadera duplicidad se refería al hecho de que los amantes de Isabel II adquirían visibilidad política cuando su función de patronazgo y de acceso a la voluntad regia no se re partía suficientemente. Los mismos que, en condiciones de poder o de acceso previsible al mis mo, se doblaban como cañas ante todas las extravagancias privadas de la reina, no dudaban en denigrarla públicamente cuando ese poder se les escapaba

El problema, por lo tanto, no era sólo (aunque también) que la vida amorosa de Isabel II chocase cada vez más con las convenciones culturales de la burguesía respecto al comporta miento de las mujeres respetables. El problema fundamental, al menos a aquella altura de evo lución de la sociedad española decimonónica, era que el desvío de la reina respecto al ideal bur gués del ángel doméstico (o de la madre cristiana) se convertía en un poderoso símbolo, a nivel moral, de la independencia política de la Corona.
Frente a ella, la estrecha voluntad de instru mentalización, no sólo política sino simbólica, de la imagen de la reina fue minando consisten temente a lo largo de todo el reinado –y más allá de los materiales objetivos con los que se fue construyendo– la posibilidad de que Isabel II pudiese representar los valores nacionales a través de alguno de los modelos parcialmente alternativos de feminidad que habían venido discutién dose en los últimos años.

Aquellos modelos en competencia relativa convergían en situar a las virtuosas mujeres de clase media (por contraposición a la depravación de la aristocracia) en el núcleo central de un sis tema simbólico cuya función consistía en representar la moralidad nacional. Ellas habrían de ser el centro de esa moralidad (o en caso de fracaso, de la amoralidad) de una sociedad que quería verlas como la sublimación de todos los valores asociados con la castidad, el orden y la contención y que, al mismo tiempo, las temía como fuente de todo desorden, lujuria y depravación.

Hacia las primeras –o más exactamente hacia los discursos científicos, morales y religiosos construidos en torno a ellas– era hacia donde debería haberse vuelto la monarquía, y en con creto la mujer que ocupaba el trono, para encontrar el modelo de comportamiento que la con virtiese, también en este sentido cultural profundo y como dijo Thiers, en «la imagen más ver dadera, la más alta y la más respetada de la nación».
Por eso, los escándalos sobre la vida per sonal del monarca no fueron ni banales ni formas de oposición prepolíticas como a veces se ha creído. Por el contrario, apuntaban directamente a la relación entre virtud y poder que, ideal mente, debía presidir el despliegue del régimen constitucional. Una relación que constituía un crucial mecanismo de apropiación simbólica de la monarquía por parte de la nación liberal fren te a la independencia, la corrupción y la decadencia moral del absolutismo.

Desde todos estos puntos de vista, y parafraseando a Kantorowicz, el segundo cuerpo de la reina, el más inmaterial y más efectivo, era, pues, su cuerpo de mujer 57 . Fue ese cuerpo fe menino, convertido en grotescamente material y sexual, el que acabó arrastrado por el lodo en la pornografía política de Los Borbones en pelota.

 

3 Los Borbones en pelota: la pornografía política en la crisis del reinado isabelino

No es el objeto de este estudio un análisis iconográfico textual de cada una de las acuarelas que integran la colección conocida como Los Borbones en pelota. Los estudios de Lee Fontanella, Robert Pageard y María Dolores Cabra Loredo, en las ediciones de 1991 y (la más precisa) de 1996, introdujeron en su momento los elementos básicos para ese análisis y para la discusión sobre la autoría de los hermanos Bécquer. A ellos se han añadido, discutiendo o ampliando sus conclusiones, los trabajos ya citados de varios especialistas provenientes, en su mayoría, del ámbito de la historia de la literatura y de los estudios becquerianos.

Con esta nueva edición he pretendido ampliar la reflexión sobre aquel extraordinario material desde el punto de vista de su relevancia para un mejor conocimiento histórico, político y cultural de la crisis final del reinado isabelino; también, de los mecanismos culturales de legi timación y deslegitimación de la monarquía constitucional en sentido amplio. En las páginas siguientes apuntaré algunas de las conclusiones (obviamente parciales y provisionales) de esa reflexión en clave histórica que, en todo caso, ha tenido muy en cuenta la información que ha ido surgiendo en los últimos años y los debates generados en otros campos de estudio.

En primer lugar, recuerdo a los lectores que el material que aquí se incluye procede de dos portafolios, ubicados en la Sección de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional de Madrid, titulados «Los Borbones en pelota (Serie Satírico-Política)» y «Los Borbones en pelota (Serie Político-Satí rico-Escandalosa)». Convenimos con Lee Fontanella en que la división en portafolios parece des hacer una unidad interna previa, en la medida en que todas las acuarelas que componen el total conocido están numeradas correlativamente, apuntando hacia una sola colección original. Hemos optado por mantener ese criterio de reproducción, incluyendo elementos previos de descripción de las viñetas y textos, así como de identificación de personajes, situaciones y alusiones cruzadas.

Sin embargo, las referencias históricas de cada imagen y leyenda han sido documentadas de nuevo, seleccionando y/o ampliando la información que se tenía hasta el momento.

En esta edición, y como apuntaba al principio, se incorporan cuatro acuarelas nuevas firmadas por Sem con los núms. 80, 94, 105 y 111. Es muy probable que esta última fuese la que cerraba la serie. Se trata de una imagen y leyenda verdaderamente sorprendentes que contienen elementos muy útiles para ampliar el debate sobre los puntos más controvertidos de la interpretación de los dos portafolios 58 .

Estas nuevas acuarelas –reproducidas aquí en su lugar correspondiente– fueron adquiridas por la Biblioteca Nacional a la Librería Anticuaria Farré (Barcelona) en noviembre de 2004. Es decir, dieciocho años después de las ochenta y nueve conocidas hasta ahora.
Las cuatro estaban enmarcadas y proceden, según precisión de Josep Maria Farré –que las descolgó personalmente–, de la misma vivienda de un coleccionista catalán (o arraigado en Barcelona), cuya identidad sigue en el anonimato. El mismo librero ha dejado entrever que se trataba muy probablemente del propietario de la colección anterior, adquirida en 1986 por la Biblioteca Nacional a Ramón Soley Cetó. No he podido esclarecer más el origen de este material pero, en todo caso, es más de lo que sabíamos hasta ahora 59 .

El interés histórico de estas precisiones reside por supuesto en lo que pueden indicar respecto a la producción, circulación y conservación (también a la intención) de un tipo de sátira política (en verso, prosa o dibujo) que formó parte sustancial del ambiente político y cultural de los años finales del reinado isabelino y del período inaugurado con la Revolución de 1868.

Un período histórico que, según los especialistas, constituyó además un momento de inflexión clave en la producción y difusión de materiales pornográficos y/o eróticos en España 60 .

¿Quiénes pintaron las acuarelas, compusieron sus leyendas y pies correspondientes? ¿Con qué intención? ¿Fueron un divertimento personal y privado? ¿Un encargo? ¿Estaban pensadas para ser difundidas? La evidencia que tenemos sigue siendo controvertida y el debate se mantiene abierto. La investigación acumulada hasta la actualidad no permite ya atribuir en exclusiva y de manera concluyente las acuarelas a los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer.
Lo que sabemos en este momento hace muy verosímil que Sem fuera un pseudónimo colectivo bajo el que trabajaron en diversas ocasiones otros dibujantes e ilustradores, notablemente los vinculados al periódico satírico Gil Blas (1864-1872), dirigido por Manuel del Palacio y Luis Rivera. Entre ellos, y especialmente, el brillante ilustrador de reconocidas simpatías republicanas Francisco Ortego, pero también otros colaboradores habituales como Alfredo y Daniel Perea, E. Giménez o Vicente Urrabieta

Si Joan Estruch ya apuntó hacia la relación entre Ortego y Sem, Jesús Rubio ha confirmado la existencia de una versión litografiada de una acuarela de Los Borbones (la núm. 62 titulada ahora «Primeros días de la emigración») en El siglo ilustrado de 4 de octubre de1868, firmada por Ortego 62 .

Se tiene noticia de otra acuarela similar en versión litográfica y correspondiente a la núm. 70, con la anotación manuscrita litog. Ortego, en la colección de Antonio Correa. Dos versiones fotográficas de las acuarelas núms. 22 y 70, procedentes de la colección de César del Campo, han sido publicadas recientemente 63 . En todo caso, parece fuera de duda que, sobre todo en el primer período del periódico (1865-1866), los hermanos Bécquer tuvieron un papel central en la autoría y arraigo de la firma Sem 64 .

No son tan concluyentes las pruebas en lo que concierne a su reaparición en 1868, precedida por un interesante período de latencia que coincidió con el regreso de los moderados al poder tras el breve paréntesis del último gobierno de la Unión Liberal. Fue precisamente durante este postrer ministerio de Leopoldo O’Donnell, duramente combatido por los moderados, cuando Sem fue más activo y cuando los Bécquer se vieron privados del apoyo que les había prestado (dentro de uno de los escalones básicos de las clientelas políticas de la época) el gobierno de Ramón Narváez, siendo ministro de Gobernación González Bravo. Con la llegada al poder de O’Donnell en junio de 1865, Gustavo Adolfo perdió su puesto de censor de novelas y su hermano Valeriano su pensión.

O’Donnell fue hostigado en su último mandato (entre junio de 1865 y julio de 1866) por una variopinta oposición que unió contra él a moderados, progresistas, demócratas y republicanos. La inquina política entre moderados y unionistas –en parte una envenenada disputa de familia– podía ser tan grave e intensa como para que ambos buscasen, en sus momentos de oposición, la complicidad cuando no la colaboración de «los enemigos de sus enemigos». La colaboración entre grupos políticos diversos para derribar al ministerio de turno fue una característica esencial del período de extrema entropía política que se extendió entre 1863 y 1868.
En esas condiciones, en el precario y arriesgado mundo del periodismo y de la bohemia artística de la época, la intensidad del debate político no era óbice para que se fraguasen amistades más o menos coyunturales.

Tampoco parecía serlo, y hay abundantes indicios de ello, para que se consolidasen otras de mayor profundidad personal como, por ejemplo, la que unió a los Bécquer con el republicano Francisco Ortego o con el progresista Augusto Ferrán –que pasó tiempo con ellos en Toledo tras 1868– así como con otros colaboradores de la prensa satírico-política de tendencias diversas en empresas como Gil Blas, El Museo Universal o Doña Manuela.

Esta última publicación (de un solo número de 26 de septiembre de 1865) merece cierta atención. Por un parte porque se ha relacionado convincentemente con ella a los hermanos Bécquer y también a Ortego, que sería el autor de la portada. Por otra, por el recurso de utilizar la fuerte personalidad de la esposa de O’Donnell para criticar a su gobierno, sugerir la poco varonil sumisión del general a Doña Manuela y, finalmente, feminizar todo el proyecto de la Unión Liberal.
«El verbo vicalvarista hecho mujer.– Doña Manuela no es una mujer, es una idea [...]. El vicalvarismo, que tenía algo de mujer por la índole de su carácter, sus defectos, sus pasiones [...] y nació La Unión Liberal, partido hembra; con sus infidelidades de boudoir, sus caprichos de toilettes, sus coqueterías de salón y sus pequeños odios femeninos.
Tenemos, pues, una mujer que es un partido, o lo que es igual, un partido que es mujer». El pueblo «que es sintético y pintoresco» identifica a la Unión Liberal con Doña Manuela: «al tener noticia de una nueva calaverada política, de una traición, de un despilfarro, de un resello, exclaman las gentes, ¡aquí anda la mano de Doña Manuela! Y a favor de esta figura retórica, el nombre de DOÑA MANUELA cunde y se propala de un extremo a otro de la Península» 66 .

Creo que sobran los comentarios. En todo caso, lo que sabemos es que inmediatamente antes e inmediatamente después de la Revolución de 1868, Sem reapareció. Por una parte en el mismo Gil Blas y en sus Almanaques hasta 1870. Por otra, en publicaciones político-satíricas de corta duración típicas de aquellos agitados meses revolucionarios como, por ejemplo, El trancazo, pasmo semanal contemporáneo (5 de enero –5 de abril de 1868) o La Píldora. Medicina nacional propinada al público. Se administra semanalmente (22 de noviembre de 1868 –1 de abril de 1869).

Se ha documentado además la firma Sem en el periódico parisino L’Illustration, Journal universel entre octubre de 1868 y junio de 1869, con contenidos referidos a la actualidad política española de aquellos meses, abundando en la posibilidad de que se tratase de un pseudónimo colectivo, en este caso utilizado por Urrabieta, colaborador del Gil Blas y también de L’Illustration 67 . Entre otras varias evidencias del largo e intrincado recorrido de Sem por la prensa de la época, resulta especialmente relevante la aparición de nuevas viñetas con esa firma en la revista El rey de bastos de septiembre y octubre de 1872, es decir casi dos años después de fallecidos los hermanos Bécquer 68 .

Desde el punto de vista de los estudiosos de la literatura, el periodismo y la ilustración decimonónica, y por supuesto de los especialistas en las obras de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer, el tema de la autoría tiene sin duda mucha importancia. Desde el punto de vista de la historia del reinado isabelino y el llamado Sexenio Democrático de 1868-1874 la adquiere en torno a tres cuestiones relacionadas entre sí pero no idénticas. Por una parte, el origen, la intención y el carácter político de la sátira global de aquellas acuarelas, que incluye a Isabel II y su entorno pero también a la práctica totalidad de los revolucionarios de 1868 y de los artífices del disputado régimen posterior. En segundo lugar, es importante establecer el grado de originalidad o representatividad de aquellas viñetas y leyendas, especialmente en lo referido a la combinación de sátira política y pornografía, dentro de la publicística de la época, tanto en España como en Europa. En tercer lugar, interesa conocer mejor su grado de difusión y, por lo tanto, de impacto político efectivo. Empezaré por la última de estas cuestiones.

Jesús Rubio, basándose fundamentalmente en las versiones litográficas de al menos dos de las acuarelas (las ya citadas de El siglo ilustrado y de la colección Correa), así como las reiteradas apariciones de Sem en otros medios, concluye que Los Borbones en pelota no fueron una colección destinada al disfrute particular (un ejercicio puramente in camera) sino que fueron pensadas para tener una difusión más amplia en la prensa. A su juicio pudieron ser litografiadas o reproducidas por otros procedimientos y, en ocasiones, como ya apuntó Lee Fontanella, bajo la forma muy habitual entonces de la parodia de las cartes de visite. En todo caso, considera que probablemente no se trató de un álbum sino de imágenes sueltas 69 .

Sin duda, la idea de que fueran producidas exclusivamente para diversión de los artistas –los Bécquer y/o su círculo más íntimo de la bohemia artística de la época– resulta poco convincente, dado el detalle y el cuidado con que están realizadas. No son bocetos, ni dibujos apresurados, son obras plenamente acabadas y que implicaron sin duda mucho trabajo.
Sin embargo, habría que tomar en cuenta la posibilidad de que fuesen un encargo y estuviesen pensadas como un álbum de grandes ilustraciones litográficas –al estilo de los producidos por artistas franceses como Honoré Daumier (1808-1879) o Paul Gavarni (1804-1866). Aquel tipo de álbum seguía un argumento unitario y solía tener imágenes de una página entera con diálogos al pie de la ilustración, a diferencia de las llamadas Aleluyas que consistían en una sola hoja de papel e impresión de baja calidad con viñetas en las que no había diálogo sino un pie que narraba lo que sucedía .

A medio camino entre aquellos y estas parecen encontrarse las acuarelas de que tratamos.

Además, y esto creo que es necesario tenerlo muy en cuenta, en la acuarela núm.111 (una de las cuatro recientemente adquiridas y que considero que es la que cierra la serie) los simios eruditos, no están contemplando hojas sueltas sino lo que parece un álbum o un volumen rotulado globalmente Los Borbones en pelotas; por cierto en plural. Algo que, naturalmente, no habría impedido que se pensase en reproducirlas en otros soportes y hacerlas circular.

A diferencia de lo que ocurre para Francia o Inglaterra, o para períodos posteriores de la historia de España, nos queda mucho por saber acerca de las condiciones de producción y circulación de la literatura clandestina durante el reinado isabelino y sus efectos en el cambio político.
Necesitamos conocer más los sistemas de comunicación, las formas en que eran emitidos y recibidos mensajes muchas veces crípticos, con sobrentendidos y códigos de sentido muy epocales; sobre la base de relaciones entre redes políticas porosas y transversales y/o empresas económicas a menudo fugaces pero relativamente rentables y asentadas.

¿Cómo se recibían e interpretaban aquellos mensajes? ¿Qué diferencias de clase y género podía haber en esa recepción? ¿Cómo se transformaban en ideologías y pautas de movilización? ¿Cómo afectaban a la conformación de la opinión pública? ¿Qué valor le atribuían los contemporáneos? 71 . Lo que sabemos hasta el momento de Los Borbones no es en absoluto conclusivo pero, al menos, ha tenido y tiene la virtud de suscitar estas y otras preguntas relevantes. Un tipo de preguntas que enlaza directamente con la referida al grado de originalidad de aquellas acuarelas dentro de la producción satírica de la época, en especial por lo que afecta a la singularidad mayor de Los Borbones: la combinación de sátira política y pornografía. ¿Hasta qué punto aquellas imágenes –en concreto las de explícita voluntad pornográfica– pueden considerarse realmente representativas de las diversas campañas de desprestigio de la monarquía, y en concreto de Isabel II, antes de la Revolución de 1868?

Resulta difícil decirlo porque la censura fue muy eficaz en la eliminación de libelos y caricaturas sobre la familia real. Que existieron lo sabemos por memorias o escritos de la época; queda en mayor oscuridad la abundancia o escasez relativa de contenidos tan explícitamente obscenos. En todo caso, hay que decir que esa índole mixta político-pornográfica no aparece en ninguna de las producciones conocidas de Sem, ni ninguna de las acuarelas litografiadas con versiones de aquella colección tiene tema obsceno.

Sin embargo, las condiciones de censura al respecto no lo explican todo en la medida en que podría haber llegado hasta nosotros otro material similar por medios parecidos, y no lo ha hecho.

Rafael Montesinos afirmó en su momento haber visto en Sevilla, en1962, un álbum con dibujos de índole explícitamente provocativa que llevaba por título Los contrastes, o Álbum de la revolución de julio de1854 por un patriota y que atribuye a los hermanos Bécquer.
A su juicio los más provocadores fueron obra de Gustavo Adolfo. Estaban elaborados a tinta y lápiz sobre un papel rosa «intenso» y diez de ellos –probablemente los más «irreverentes y escatológicos»– habían sido arrancados del original. Como señala Fontanella, si la atribución es correcta y los dibujos arrancados eran verdaderamente pornográficos, las acuarelas de Sem no fueron las únicas sátiras obscenas e irreverentes que realizaron (o en que participaron) los dos hermanos 72 .

Es significativo además que aquel álbum estuviese fechado en el otro gran momento de crisis política del reinado isabelino, durante la revolución de 1854. Fue un momento en que la Corona de Isabel II estuvo efectivamente en la balanza, cuando los progresistas y futuros unionistas se hicieron con el poder y los moderados fueron prácticamente barridos de la vida política durante dos años 73 .

Para seguir indagando en el tema creo que es necesario ampliar un poco más el foco. Como he apuntado más arriba, la combinación entre pornografía y política está bien documentada en Francia e Inglaterra durante el siglo XVIII y era conocida en España. El ilustrado moderado Antonio Ponz (1725-1792) se hizo eco de ello en su Viaje fuera de España, realizado en 1783. Con escándalo, escribió sobre el grado de politización y la libertad de expresión que ejercían las clases populares londinenses en sus acaloradas discusiones en «hosterías, cafés, pastelerías, tabernas y semejantes recintos, donde se come, bebe y conversa con amplia libertad y sin el menor recelo...» y por donde circulaban «sátiras [...] y otras estampas ridículas para hacer burla del ministerio», a veces con un fuerte contenido obsceno 74 .



Leandro Fernández de Moratín, en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra (1793) es más explícito y se extiende sobre la importancia del «género grotesco» en aquel país, capaz de exponer al escarnio y a la risa pública a cualquier político, aristócrata, magistrado, o al mismo monarca. En las acuarelas de Los Borbones encontrarán los lectores muchos ecos de lo que describe Moratín para la Inglaterra del siglo XVIII: «En unas está el Rey de Inglaterra cagando en un bacín, y celebrando al mismo tiempo consejo privado con sus ministros, representados en figuras de lobos, garduñas, zorras y aves de rapiña. En otras le están estos metiendo proyectos por el culo con una jeringa, y al paso que los recibe por detrás los va vomitando encima del Parlamento, que está en cuclillas, recibiendo con grande humildad cuanto el Rey le envía.
En otras está el Príncipe de Gales [...] en actitud de caer sobre su querida lady Fitz-Hebert, que está ya en el suelo, panza arriba, con las piernas abiertas para recibirle [...]. En otras hay un besaculos general, empezando por el Rey, a quien siguen los ministros, el Parlamento, el Clero, el lord Corregidor y el pueblo de Londres, que es el último; y a este en vez de besársele, se le azotan cruelmente unos sayones que le gritan al mismo tiempo: ¡Libertad, prosperidad! ¡Viva la Constitución!».

Moratín observa que «jamás se ha visto más abatida la majestad que en las caricaturas inglesas», de las cuales tampoco se libran otros reyes de Europa. Es interesante su observación de que la eficacia de aquellas caricaturas –un género cultivado por profesionales de mucho talento– consistía en la combinación de lo satírico y lo ridículo, «que equivale a la fábula en la comedia»; en «las actitudes de los personajes, que equivalen a las situaciones de teatro», así como en «lo recargado de los gestos, que es lo mismo que la expresión de los caracteres risibles que se introducen en un drama» 75 .

Sin duda, en el siglo XVIII europeo, este tipo de publicaciones y viñetas obscenas eran un género de crítica política y social bastante más habitual, y quizás menos ofensivo o escandaloso de lo que luego sería en el siglo XIX. La utilización de arquetipos, la animalización de los personajes, el recurso al carnaval, las escenas circenses y teatrales, etc., eran recurrentes y remitían a expectativas y lugares comunes de los lectores sobre la sociedad y la situación política más actuales 76 .
En este sentido creo que la combinación entre pornografía y crítica política de actualidad de Los Borbones, ya tan entrado el siglo XIX, remitía más a una tradición dieciochesca que puramente decimonónica. Merecería un estudio en profundidad la confluencia entre el creciente abandono de la pornografía política –que se observa en toda Europa occidental en el siglo XIX– y la conformación de mecanismos de búsqueda de respetabilidad por parte de la política popular, que incluían la reforma de las costumbres sexuales, el ensalzamiento de la mujer y del hombre virtuosos y sentimentales, la familia, el rechazo del alcohol y el sexo desordenado, etc.

A la neta influencia cultural dieciochesca se unía, sin duda, la estilística mucho más cercana de los caricaturistas franceses del segundo tercio del siglo XIX. Entre ellos, de forma destacada, J.J. Grandville (1803-1847), muy conocido en España por sus recurrentes iconografías zoomorfas, su humor grotesco, la cosificación de los personajes, el recurso a imágenes circenses, teatrales o carnavalescas, etc. 77 . La vertiente declaradamente obscena estaba, sin embargo, mucho más oculta. En este último terreno, Robert Pageard hace referencia a obras como La grisette et l’étudiant, de Henry Monnier (1799-1877), o a los álbumes citados más arriba de Gavarni y Daumier. En cualquier caso, es sabido que lo erótico y/o pornográfico circulaban en abundancia en los talleres de la bohemia parisina postromántica y en torno a las galerías del Palais Royal, donde existía un floreciente mercado semiclandestino de caricaturas o grabados eróticos en el que los personajes públicos eran satirizados, aunque con cierta preferencia por los que ya no podían hacer mucho daño como Luis XV o María Antonieta 78 .

Un referente más cercano e interesante para valorar el caso que nos ocupa lo constituyen una serie de materiales fotográficos de 1861-1862, claramente obscenos y de intencionalidad política, referidos a los Borbones napolitanos, directamente emparentados con la familia real española a través de la exregente María Cristina. En ellos, como ha estudiado Kathleen Collins, destacaba la reina María Sofía, que aparecía desnuda y en posturas obscenas, así como el rey Francisco II de Nápoles, rodeados en ocasiones por miembros del alto clero, el papa incluido, el cardenal Antonelli, oficiales de los zuavos y el supuesto amante de la reina, el embajador español en la Santa Sede, Bermúdez de Castro.
Toda la temática y personajes de la política, la rea leza o el clero que aparecen en Los Borbones, así como la fijación especial en la reina escandalosa, adúltera y depravada, están contenidos en aquellos fotomontajes. Como ocurre en España, su circulación –por Roma y quizás otras zonas de Italia bajo la forma de las entonces populares y novedosas cartes de visite– se produjo en un momento de intenso conflicto político, durante la década que condujo a la unificación de Italia en 1870 79 .

La localización de este tipo de materiales en España es mucho más difícil. Hasta hace poco, la Biblioteca Nacional no ha cultivado su propio «infierno» –la sección dedicada a publicaciones especialmente escandalosas o peligrosas desde el punto de vista político y moral.

Las obras españolas de ese tipo que se encuentran en la mucho más nutrida y largamente cuidada Collection de L’Enfer de la Bibliothèque Nationale de France, o en la Private Case de la British Library, son muy escasas.
El rastreo, por lo tanto, de ese material erótico y/o pornográfico remite casi siempre a bibliotecas y archivos privados, en general de difícil acceso y de donde proceden, como hemos visto, los álbumes comprados por la Biblioteca Nacional de Madrid.
Como se ha apuntado antes, los estudios recientes al respecto señalan precisamente al llamado Sexenio Revolucionario como un momento clave de inflexión en la producción y circulación de esas publicaciones obscenas y a la ciudad de Barcelona –donde probablemente, como he dicho, se encontraba el anónimo propietario anterior de Los Borbones– como su epicentro fundamental.

Tenemos, sin embargo, abundantes referencias indirectas de la circulación clandestina de publicaciones eróticas, sobre todo francesas, pero también españolas anónimas, bajo pseudónimos y en imprentas o editoriales que utilizaban nombres y direcciones falsas para eludir la censura, especialmente en Barcelona y Valencia, también en Sevilla y Madrid. Algunas publicaciones de los años setenta como, por ejemplo, el Cancionero moderno de obras alegres (1875), escandalizó a Marcelino Menéndez Pelayo porque aseguraba recoger poesía erótica de un buen número de autores decimonónicos: desde Alcalá Galiano al valenciano Bernat y Baldoví, pasando por Bretón de los Herreros, Juan Nicasio Gallego, Antonio García Gutiérrez, el duque de Rivas, Ventura de la Vega o Espronceda. Sin embargo, la sátira política de actualidad no era lo predominante en esas obras, aunque es habitual en muchas piezas la burla de la moral dominante y el irreverente anti-clericalismo, así como la utilización de lo grotesco, típica del romanticismo, en un momento en que rebeldía moral y política iban muy unidas, como en todos los grandes períodos de cambio 80 .

No contamos con documentos de primera mano que avalen las referencias dispersas en la bibliografía de la época sobre la utilización de materiales declaradamente obscenos como vehículo de la crítica política a la monarquía. Algo de ello pareció haber en torno a la revolución de 1840 que expulsó de España a María Cristina de Borbón. Circularon entonces por Madrid, Barcelona y Valencia folletos, hojas volantes y caricaturas, chascarrillos y rumores procaces sobre el matrimonio secreto de la regente con Fernando Muñoz y la existencia de varios hijos 81 .

Otro momento especialmente proclive a ese tipo de literatura clandestina fue sin duda el otoño de 1847, a raíz del sonado romance de la reina Isabel II con el general Serrano. Un episodio de fuertes implicaciones simbólicas y políticas que merecería estudiarse en extenso, en la línea de lo que ya se ha hecho (por ejemplo) para el caso del «affaire de la reina Carolina».

Aquí, como en Inglaterra, hay que recordar que los «escándalos de Isabel», como dijo un comentarista (eclesiástico) de la época no escandalizaban más que a los que querían escandalizarse.
La alta sociedad de la época tan sólo fingía hacerlo cuando les resultaba políticamente conveniente. Por lo que respecta a las clases populares, su moral en estos asuntos era mucho más flexible en aquellos momentos de lo que la extensión posterior de la moral burguesa nos ha hecho suponer. Las relaciones sexuales, las «irregularidades» en la conducta familiar, la cohabitación, los embarazos extra o pre-matrimoniales eran mucho más frecuentes de lo que creemos ahora.
En 1847, la satisfacción de amplios sectores populares ante el affaire de Isabel II y Serrano alarmó incluso a los notables progresistas que hubieran podido extraer rentabilidad política del favorito de la reina y del divorcio de esta. La reacción popular estuvo guiada en muy buena medida por una tolerancia y simpatías particulares ante la injusticia cometida contra una adolescente de dieciséis años casada contra su voluntad con un hombre tildado desde el principio de afeminado y del que, además, se conocían sus simpatías carlistas. Que el matrimonio se le atribuyese en buena medida (y en parte equivocadamente) a la odiada exregente María Cristina de Borbón, agudizaba la simpatía del pueblo liberal con la reina.
La opresión, la violencia y la pérdida de libertad que había sufrido el liberalismo popular desde la subida al poder de los moderados en 1843-1844 permitía una comparación (interesada y al tiempo subliminal) con a imagen que existía entonces de una reina casi niña, oprimida por su madre y forzada a aceptar un matrimonio y una opción política que se consideraban impuestos sobre ella.

Aquella imagen idealizada comenzó a quebrarse relativamente pronto pero, a mi juicio, pervivió entre ciertos sectores populares liberales (y fue utilizada y potenciada por las élites de los diversos partidos monárquicos) durante una parte sustancial del reinado y aún después. No está de más señalar que en el convulso periodo de los llamados «gobiernos antiparlamentarios» (1853-1854), previo a la revolución, muchos de los rumores y libelos que circularon sobre la familia real eran propiciados por agentes del gobierno. En concreto, el conde de San Luis –jefe de una de las fracciones moderadas en pugna por hacerse con el control de la voluntad regia– hizo correr chascarrillos soeces y hojas volantes sobre «las irregularidades amorosas» de la familia real. Un material que luego transmitía a Isabel II y a Fernando de Asís para demostrar su eficacia y severidad y como forma de desprestigiar a sus oponentes políticos. Así comenzaron, dice Ildefonso Bermejo, «las murmuraciones privadas, que pasaron pronto a ser censuras amargas de corrillos y cafés, donde el nombre de vuestra augusta madre (se dirige a Alfonso XII) Carlos Marfori (el avestruz) y Francisco de Asís (la cabra).

aparecía envuelto en actos escondidos de la vida privada, que el público acogía y aumentaba a su placer, y que pasaron a ser materia para estampar en los periódicos conceptos embozados que el público comprendía y que la ley de censura no podía evitar sin lastimar visiblemente a la ley de imprenta y sin aumentar la gravedad del escrito si se le recogía, porque la malicia y la curiosidad serían excitaciones para nuevas y denigrantes conjeturas» 82 .

Indicaciones más concretas proporcionó Fernández de los Ríos citando un folleto impreso en Londres, titulado Explicación desapasionada del pronunciamiento de1854 y que no he podido localizar. Según su descripción, se reproducían en él algunos de los libelos y caricaturas que circulaban entonces contra la familia real: «no todas, por ser de tal género que pueden darse a la imprenta».

Entre ellas se hace referencia a una, que anuncia las de Los Borbones en pelota y que está descrita como «más decente que otras». En ella aparece la reina con una bandera en la mano y un lema que decía: «Despotismo para poder entregarse con más libertad a la prostitución y al robo». A su lado estaba su supuesto amante de entonces, Ruiz de Arana, y varios ministros de los últimos gabinetes ultramoderados, Juan Bravo Murillo, Federico Roncali y Francisco Lersundi. En uno de los extremos aparecía el rey «adornada su cabeza con una cornamenta de ciervo y aplaudiendo con ambas palmas» 83 .

Los ejemplos gráficos directos de ilustraciones escandalosas no han llegado, sin embargo, hasta nosotros. En ese sentido, Los Borbones sigue siendo una documentación excepcional como punta de iceberg de una subcultura gráfica de la que tenemos sólo evidencia indirecta.

Las indicaciones sobre las «caricaturas soeces y repugnantes» que circulaban por el país son abundantes en las fuentes de la época y a ellas aludieron, entre otros, los embajadores francés y británico en su correspondencia diplomática, así como el propio duque de Riánsares –marido morganático de María Cristina de Borbón–, en su correspondencia privada 84 .

Lo interesante es destacar, una vez más, la implicación directa del propio entorno de Isabel II en la fabricación de los escándalos que luego saltaban a la opinión pública.
En las luchas por el poder que tomaban como vehículo «los cargos contra la reina», desempeñaron un papel crucial las sostenidas entre la llamada camarilla del rey –que nunca dejó de intrigar contra su esposa e intentó incapacitarla varias veces– y la red de intereses tejida por Ma Cristina y Riánsares. Esta última, con fuertes ramificaciones políticas y económicas, fue crucial en el diseño del régimen moderado entre 1843-1845 y, a partir de entonces, se lucró con todos los negocios, fraudulentos o no, que se hacían en torno al Estado o propiciados por él: desde los ferrocarriles a las explotaciones de mercurio, pasando por fletes de barcos de esclavos, actividades de préstamo, lecherías en París y periódicos en Madrid, negocios en Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos, etc.

Creo que en momentos claves del proceso de deslegitimación de la monarquía isabelina la actividad económica de su madre y su padrastro, de una voracidad y publicidad extremas, desempeñó en la práctica un papel mucho más importante y decisivo que la conducta amorosa o sexual de la reina.
La lascivia de Isabel II, como escribió Fanny Calderón de la Barca, fue sobre todo «un escándalo fabricado» –más allá de que la reina, como todo su entorno, tuviese amantes. Aquella conducta, que al principio fue utilizada de forma soterrada y selectiva, terminó adquiriendo las proporciones de una leyenda popular que servía a los más variados intereses de partido y ocultaba las más variadas responsabilidades en los ámbitos político y económico 85 .

Los insistentes rumores sobre la paternidad del futuro Alfonso XII, atribuida incluso por Riánsares al capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó, fue por supuesto otro de los elementos claves en la deslegitimación simbólica de aquella familia real cada vez más degradada públicamente 86 . En la corrosiva campaña contra ella –agudizada tras la caída de la Unión Liberal en 1863 y el regreso al poder (siempre breve y siempre precario) de gobiernos moderados cada vez menos representativos– desempeñaron un creciente papel estelar las figuras del confesor de la reina, el padre Claret, y de sor Patrocinio.
A ellos y al rey se atribuía la deriva ultrarreaccionaria de la corte, la negativa a reconocer al reino de Italia, la profunda estulticia de favorecer el retraimiento político del partido progresista, etc. Siguiendo una larga tradición que mezclaba el clero corrupto, la superstición, la hipocresía social y el sexo, los «misterios de Palacio» se convirtieron en la comidilla de los corros y tertulias que animaban y consumían una prensa político-satírica ducha en evitar la censura mediante sobreentendidos que hoy, a menudo, se nos escapan.

El Gil Blas, donde primaba una ideología próxima al republicanismo de su director, Manuel del Palacio, pero donde colaboraban los más variados escritores y dibujantes, entre ellos los hermanos Bécquer, es el ejemplo más conocido y popular. En el archivo privado de la exregente Ma Cristina, se guardaban recortes de aquel periódico procedentes de las semanas inmediatamente posteriores a la Revolución de 1868 con coplillas del tipo de las siguientes: «Un marido complaciente / yace en esta tumba fría / del mal afirma la gente / que nunca estuvo al corriente / de los hijos que tenía» o «¿Quién no conoce al pinche de cocina [Marfori] / y al fraile salteador [M. Claret] / y al pobre ratoncillo de oficina [Meneses] / y al femenil señor ¿[Francisco de Asís] / ¿Quién no conoce a la monja lacia [S. Patrocinio] / y el torpe frenesí? / ¿Y quien, Isabelita, por desgracia / no te conoce a ti?» 87 .

La reina disoluta que buscaba en el fanatismo religioso el perdón de sus pecados, la monja milagrera y reaccionaria que la manipulaba a través de sus terrores religiosos, el rey cornudo, el confesor complaciente, los ministros corruptos, eran personajes y estereotipos archiconocidos en la esfera pública liberal previa a la Revolución de1868 que a partir de entonces multiplicaron y extremaron la obscenidad. El propio Claret escribió en julio de 1865 al nuncio en Madrid, monseñor Barelli, que deseaba «con ansia [...] salir de la corte y aun de España» para no escuchar determinados secretos de confesión de la reina y alejarse del torbellino de «caricaturas litográficas indignísimas y con versos indecentes, ridículos y satíricos» 88 .

La acuarela núm. 40 de Los Borbones alude a uno de los rumores más extendidos de la época sobre el regreso del padre Claret de Roma en diciembre de 1865 tras haber conseguido (y pagado) una bula de Pío IX para que la reina pudiese «seguir pecando» mientras se mantuviese firme en la defensa de los intereses del papa y de la Iglesia católica en España. Las ilustraciones con sor Patrocinio en escenas de burdel parece que eran también comunes y especialmente procaces 89 .

En el ambiente previo a la revolución, pues, la figura de la reina estaba ya a la altura de las caricaturas de Los Borbones en pelota y lo estaba en muy diversos ambientes políticos y sociales. En la pulverizada familia real, algunos de sus miembros tomaban posiciones para el momento en que la reina por fin cayese y fuese necesario (creían) encontrar otro rey. Entre ellos, y notablemente, el duque de Montpensier y el infante Enrique de Borbón; en el entorno de la Unión Liberal el primero y del partido progresista el segundo. Mientras Montpensier y la hermana de la reina se embarcaban en la fragata Villa de Madrid con destino a un breve y dorado destierro en Portugal, el infante Enrique firmaba en París, el 18 de enero de 1868, un artículo que publicó L’Indépendance Belge, uno de los periódicos de la red de prensa afín que Prim y los progresistas estaban cultivando en el extranjero.

Una cita algo extensa creo que merece la pena: «[...] poseída estáis de un vértigo máximo de insensatez, al pensar detener el curso de los tiempos, resucitar e imponer a la juventud el cadáver desecho de pasadas edades». Para el infante de supuestas simpatías progresistas, la corte española estaba situada «más allá de las fronteras de la civilización», repleta de «genios de la oscuridad y del error [...] un triste aborto de la fatalidad patria». Un «tribunal de una justicia superior a todas las demás justicias, que es el fallo de la opinión pública», demandaba a la reina, en «su penosa y lenta agonía política», que escuchase a su pueblo y recordase que ceñía su corona, no por derecho divino, sino por derecho constitucional. «Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer y de nobles sensaciones como reina; os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal que establecieron vuestro mando, para ser luego inmolado por vuestra negra ingratitud y deslealtad [...]. Vinisteis al mundo saludada con los entusiastas epítetos de excelsa y de ángel, por los hijos de una noble generación, que habíais de perseguir y fusilar después, en prueba de un corazón que para mayor crueldad llamáis cristiano».
Isabel II había demostrado, al fin y a la postre, ser digna descendiente de Fernando VII, aquel rey que «llenaba los presidios y erigía los suplicios» para los que, como ocurrió con su hija, se habían jugado la vida por defenderle. «Nacisteis para imitarle [...]. Y formasteis el vacío de personas honradas en torno a vos; porque como vuestro padre sois un apagador para todo, no queréis talentos, odiáis la verdad, perseguís o maltratáis a quien os la dice, sois desconfiada para lo bueno, y tan pequeña en medio de un pomposo brillo asiático, que en vuestros sañudos cálculos os parece que la sombra de una pobre hormiga os quita todo resplandor y poder [...]. Nacisteis para representar, con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional; nacisteis para ser, contra los brillantes destinos de la patria, la constelación de todas las calamidades imaginables. ¿Y quién sino vuestro cetro ha reducido a esqueleto la monarquía más sólida y venerada» 90 .

Con su prosa arrebatada y con la expresión más descarnada de su resentimiento personal y de su errático ideario político, el infante don Enrique cerraba el círculo que contenía la reputación de Isabel II en España y en Europa.
El ángel de la libertad, la hija y la madre de la nación, se había convertido en un monarca oriental y en el álter ego femenino de su padre, el rey felón.

Ma Cristina, al tanto siempre de todo, atesoraba en su archivo todo el material censurado que caía en sus manos, y en las de sus agentes. Desde los últimos gobiernos agónicos de Narváez y González Bravo, la reputación de su hija adoptaba ya los tintes más siniestros de una represión política brutal y creciente. Se podía aludir a ello con cierto humor: «Gordita como un melón / nació Isabel de Borbón / antes de empezar a hablar / ya pensaba en fusilar / tan bellas disposiciones / son propias de los Borbones». O se podía hacer circular con mucha más crudeza.

En la única caricatura de este tipo que, hasta donde se me alcanza, se conserva más allá de las referencias indirectas habituales, la figura de la reina acaba aunando todos los elementos que he ido desgranando hasta aquí. Se trata de un montaje de los años sesenta procedente de Italia que luego circuló en versión fotográfica y en castellano a partir de 1868.

En él, una mujerprematuramente envejecida, de rasgos duros y mirada perdida, lleva prendidos en su rostro y en su pecho todos los signos de la ignominia. Sus amantes señalados con iniciales en la corona y en el centro de todos ellos sor Patrocinio. Su rostro forjado con los hábitos del padre Claret.

Las palabras «Amort», «Crueldad», «Ingratitud», «Fanatismo» e «Intolerancia» colgadas de su pecho como condecoraciones junto a un largo collar de calaveras.
Las alusiones a los muertos de las sublevaciones de Loja, Logroño, Baracaldo, Sevilla, Badajoz y Madrid. Ese era, a juicio de los autores de la versión castellana que circuló después de 1868, «El verdadero retrato de la última de los Borbones. Protectora la más fanática del poder temporal del jesuitismo y de la opresión. Reservó los cadalsos y las cárceles para los hombres de mérito que sostuvieron su trono, tiranizó y empobreció al pueblo que con su sangre le había dado la corona y le cubrió de escarnio ante la Europa» 91 .

En efecto, para que la España liberal pudiese recuperar su honra, Isabel II debía marcharse: «Llámanla Isabel, sarcasmo de un gran nombre... ¡Márchate! / Mujer estólida / Fea y repugnante / Vaso de podredumbre / Arca de liviandades / Pozo de inmundicia / Casa de embriaguez / Puerta siempre abierta para los malvados / Constelación de los ladrones / Esposa adúltera / Madre ilegítima / Buscadora insaciable de apetitos / Reina indolente / Reina perezosa / Reina indecorosa / Reina incapaz... ¡Márchate» 92 . El 17 de septiembre de 1868 comenzó, con el alzamiento de la flota de Cádiz al mando del almirante Topete, la revolución. Dos días después, los sublevados emitieron el famoso manifiesto de «España con honra» que acababa así: «Ya basta de escándalos [...]. Queremos que las causas que influyan en las supremas resoluciones las podamos decir en alta voz, delante de nuestras madres, de nuestras esposas y de nuestras hijas; queremos vivir la vida de la honra y la libertad [...]. ¡Viva España con honra!» 93 . El día 30 de septiembre, la familia real acompañada, entre otros, de Marfori, Claret, Patrocinio y González Bravo, cruzó la frontera francesa.

A partir de ese momento, la proliferación de pasquines, hojas volantes, Aleluyas, periódicos más o menos partidistas pero todos revolucionarios y antiisabelinos, llenaron las calles del país.

Folletos como el muy popular Juicio de doña Isabel de Borbón reiteraba los grandes agravios de los sublevados. Por una parte, el agravio político de una reina ingrata y cruel que había despreciado y perseguido al pueblo liberal que la defendió con las armas en la mano frente al absolutismo de Carlos María Isidro –«[...] hemos oído clamar a las víctimas, y crujir huesos, y humear sangre [...] después de los fusilamientos en masa de junio (de1866) te fuiste a bailar a Zarauz, como si gozaras en insultar la sombra de aquellos pobres asesinados. Baíla, ríe y goza, corazón de piedra»–.
Por otra parte, la mujer que había arrastrado la honra de España por el lodo, que había dilapidado fortunas mientras el pueblo pasaba hambre, que se sometía a «un fraile supersticioso» y a una «monja embustera [...]. En lugar de besar estampas, y de alumbrar imágenes, y de llorar y arrodillarte ante un fraile estúpido, en vez de tan abominable y mentecata trapacería, ¿por qué no fuiste una Reina humana, una madre prudente, una esposa fiel y una española amante de su pueblo?».
Por las mismas fechas, Manuel del Palacio escribía en el Gil Blas: «La amó en su niñez España / liberales la aclamaron / y así que al trono la elevaron / les cargó la gran castaña / De los españoles madre la llamaron con placer / Mas ¿fue su madre? —No, padre / fue tan sólo su mujer» 94 .

La mujer depravada en manos de todos, la esposa adúltera, la madre desnaturalizada que abandona o asesina a sus hijos, la española que pierde su condición de tal al traicionar a la nación; el personaje animalesco, semihumano de Isabel II se reitera en la publicística escrita, ilustrada, periódica, más o menos efímera de la época. La reina se convierte en algo más que ella misma, es el símbolo de toda la inmoralidad del régimen caído, en lo político, lo económico y también en lo personal. La corrupción de la mujer-reina simboliza la corrupción de todo el cuerpo político y social.

Mención especial, en aquella gran terapia colectiva de liberación que desató la Revolución de 1868, merece el teatro. Se representaron entonces, con gran éxito, obras conocidas como El Padre Carlet y Doña Patrocinio, de Antonio de Campoamor u otras que lo son menos –por ejemplo El destronamiento de Isabel II, o La corte de Isabel de Borbón, de Torres Rojas– más procaces y de gran éxito de público 95 . Sin embargo, como demuestran los estudios recientes, en el teatro republicano de la época (salvo algunas excepciones menores), no hay una auténtica fijación en el cuerpo de la reina y en la reproducción de escenas obscenas explícitas. En términos generales –y a pesar de la latitud de la censura en aquellos momentos– lo que interesaba fundamentalmente a ese tipo de teatro (y a la mayor parte de la publicística política del momento) era la denuncia de la opresión del pueblo, de las malas leyes, de la corrupción de los políticos y también del clero; el debate sobre la forma que habría de adoptar el nuevo régimen y las primeras expectativas frustradas. Como aseguró el valenciano Navarro Gonzalo, el objetivo era «ridiculizar a la monarquía como institución [...] sin perjuro ni calumnia, sin faltar a las severas reglas de la moral y la decencia». Especial insistencia se desplazó, con el paso de los meses, a la patética búsqueda de «un rey extranjero» por Europa y a la ridiculización de los candidatos que iban surgiendo.
Un tema al que se alude directamente en la acuarela núm. 103 de Sem, incluyendo entre los candidatos a un popular repartidor de prensa, deficiente mental (identificado como Ángel 1o), bien conocido en las calles bohemias de Madrid 96 .

Lo particular de Los Borbones en pelota, merece la pena recalcarlo, es que no se limitaban a la caricatura y la sátira política sino que las combinaban con escenas de una crudeza sexual sistemática y brutal; sin parangón con nada que hayamos visto o de lo que hayamos tenido noticia indirecta. Entre los escasos restos que tenemos de álbumes explícitamente eróticos de aquel momento, tan sólo he podido localizar dos cuyos títulos aludan a cuestiones más o menos políticas. Por una parte, El Can-Cán o el Virgo de Sor Teresa, cuyo subtítulo ahorra todo comentario: Paso histórico, mímico, higiénico, gimnástico, bailable, godible y epidémico, con cuatro polvos en un solo acto de ocho cojones, escrito por un español más jodido que Isabel de Borbón que es cuanto se puede decir, Vaina (Barcelona), Imprenta de Recojones, 1870. Algo similar, incluida la explícita misoginia, se entrevé en Las Hijas de Apolo o el ministerio-hembra. Cuadros mímico-jódico-plásticos, en un preludio y nueve posturas de efectos sorprendentes, Itapicuá (Sevilla), Establecimiento de Virginia Iponá, 1872.
En unas Aleluyas de un exministro (1869) se relataba al parecer la vida de Luis González Bravo, centrándose en su faceta de ladrón y prevaricador, con un par de viñetas con escenas sexuales explícitas en las que aparece como cornudo y aficionado a la prostitución. Todo el resto conocido hasta el momento carece de esa mezcla entre política y pornografía. O nos encontramos con ilustraciones político-satíricas o con material erótico, obsceno o pornográfico. La combinación es prácticamente inexistente, al menos como rastro documental 97 .

Al hilo de estas observaciones, quiero acabar con una reflexión sobre la insistencia de Los Borbones en pelota en las escenas crudamente sexuales y su significado político –en detrimento y/o como símbolo de temas claves de los discursos críticos del liberalismo radical y republicano sobre la corrupción económica, el exclusivismo partidista, la perversión del régimen constitucional y la represión violenta de las protestas populares.
Algunos datos para comenzar. De las noventa y tres acuarelas que reproducimos, cuarenta y tres tienen un contenido sexual explícito y en treinta y cinco la reina es el centro de la escena. En el resto de cariz obsceno en que no aparece la reina sí lo hacen el rey, la infanta Isabel o sor Patrocinio. En otras, como la núm.

11, Claret está representado bebiendo de una copa que le ofrecen dos jóvenes desnudas, que parecen prostitutas. En la núm.102, Claret (de nuevo vestido) baila con sor Patrocinio que lleva los pechos al aire.

Además de las de contenido sexual, son claramente anticlericales una docena más; estrictamente políticas, veintiuna, y nueve con escenas explícitas de circo, feria y carnaval que aluden también a la situación y debates del momento. El personaje central en todas ellas sean o no obscenas es Isabel II (que aparece en cuarenta y siete ocasiones), seguida del rey Francisco de Asís (en treinta y seis), Claret en treinta; Marfori en veintiséis, González Bravo y sor Patrocinio en diecinueve ocasiones. La infanta Isabel, Juan Prim, el príncipe Alfonso y Napoleón III rondan la decena. El resto de personajes (entre ellos los generales Serrano y Topete, Cándido Nocedal, Nicolás María Rivero, Espartero, Narváez, Olózaga, Sagasta, etc.) aparecen en una o dos ocasiones y siempre en términos de sátira política, no pornográfica 98 .

La variedad de personajes satirizados junto a la familia real suscita la pregunta acerca de la intención o filiación política de los autores de Los Borbones en pelota. Es evidente, por supuesto, su carácter antidinástico (subrayado por las apariciones de los herederos de Isabel II, el príncipe de Asturias y la infanta Isabel) y también su crítica al clero, y no sólo por las acuarelas dedicadas a Claret o a sor Patrocinio.
Sin embargo, ¿estamos, como se ha supuesto, ante una documentación de origen republicano y radical que impugnaría la autoría de los hermanos Bécquer? Creo que merece la pena explorar algo más la cuestión. Joan Estruch ya expresó su sorpresa y sus razones en contra de la autoría de los Bécquer en un artículo titulado: «Los Bécquer, ¿pornógrafos y republicanos?» 99 .
Creo que la cuestión se puede discutir algo más, y la sorpresa encaminarse mejor, si se introducen algunas reflexiones históricas sobre el significado y comportamiento de las clientelas políticas de la época y sobre las características de la cultura moderada.

Por una parte, el clientelismo político moderado de los Bécquer –que necesariamente no era sinónimo de adscripción neta y militante– tenía muchas y variadas dimensiones, así como grados y escalones diversos en una época de cambios ministeriales continuos y de filiaciones muy poco estables.
Las redes clientelares eran porosas y abiertas en términos de fidelidades personales y políticas, tanto de los patrones como de los clientes. Especialmente en los empleos o pensiones menos destacados (como es el caso de los que tuvieron los Bécquer) primaban las lealtades o compromisos personales sobre los políticos. En un mundo tan fluido y sujeto a variaciones de rumbo e intereses individuales encontrados, las rencillas, los rencores, los resentimientos y las venganzas eran fenómenos comunes. En todo caso, no es casualidad que Valeriano y Gustavo Adolfo encontrasen ayuda en alguien de ideología tan volátil y oportunista como Luis González Bravo 100 .

El último presidente de gobierno de Isabel II había sido revolucionario y masón en su juventud, conocido periodista de verbo radical y corrosivo bajo el pseudónimo de Ibrahim Clarete, muy crítico en la década de los treinta con la regente Ma Cristina a la que es famoso que llamó en su momento «ilustre prostituta». Como muchos otros hombres de su generación, osciló hacia el moderantismo durante la regencia de Espartero y encontró en sus filas amplias oportunidades de medro personal y político, precisamente por venir de donde venía y por representar con celo especial su nuevo papel de azote de progresistas y radicales.
González Bravo legitimaba al moderantismo, y le confería cierto atractivo entre las generaciones más jóvenes porque sus alardes de radicalismo verbal, su gusto por la sátira y las alusiones subidas de tono recordaban su etapa de periodista independiente. Nunca fue apreciado entre los círculos más respetables y prestigiosos del moderantismo y, con la edad y los avatares del poder, fue basculando hacia la extrema derecha del arco político de una formación cada vez más atomizada y más cainita.

En el momento en que accedió a la presidencia del último gobierno de Isabel II, tras la muerte de Narváez en abril de 1868, se sentía cómodo entre los sectores más reaccionarios del partido representados por su cuñado, Cándido Nocedal. Cuando Isabel II abdicó en su hijo en junio de 1870 y el liderazgo de la oposición alfonsina pasó a Montpensier (sustituido luego definitivamente por Antonio Cánovas) se integró en el carlismo, al igual que Nocedal. Acabó sus días en Biarritz considerando que la Revolución de 1868 no se había hecho en nombre de la libertad sino de los intereses personales y espurios de una pandilla de líderes ridículos y endiosados, aduladores de las bajas pasiones del vulgo, ignorante y brutal. A su juicio, España se dividía y perdía una vez más en la anarquía, por razones que no era capaz de entender más que en términos de ambición personal de sus enemigos políticos.

Para él la política hacía tiempo que era un teatro de marionetas empujadas por deseos, intereses y venganzas individuales; un carnaval, un circo de personajes ávidos de enriquecimiento y de poder. Su trayectoria zigzagueante constituía, como suele ocurrir en estos casos, la vara de medir de su entorno y, en especial, de sus adversarios.
Todo y todos estaban corrompidos, o eran corrompibles. Aquel desprecio absoluto por las ideas y los valores formaba parte sustancial del ambiente, los usos, las costumbres y las ideas preconcebidas de la Corte isabelina que, a través de esa manera de entender la política, encontraba alimento y justificación para su particular cruzada contra el liberalismo. Una concepción similar de la política como intriga de salón entre personajes e intereses enfrentados era la tónica dominante en el círculo de la exregente Ma Cristina de Borbón y de su marido, el duque de Riánsares. Un personaje, este último, tan conocido por su cinismo político como por su desmesurada ambición y su gusto por la procacidad y el chisme. Chismes y procacidades respecto a la reina, el rey, sor Patrocinio o Claret que se jaleaban entre grandes carcajadas –o escándalo hipócrita– en el círculo de los Riánsares 101 .

Este tipo de planteamiento, y de cultura; esa concepción cínica, desengañada, potencialmente reaccionaria de la política –aunque incluyese al mismo González Bravo en sus críticas– creo que es uno de los lenguajes que se despliegan en las acuarelas y las leyendas de Los Borbones. La parodia y la denigración del liberalismo en su conjunto (ver por ejemplo las acuarelas núms. 16 y 78); la sospecha frente a toda idea o alternativa política al corrompido mundo del entorno isabelino; el culto de lo grotesco y el cinismo absolutos traen a la mente la estética postromántica y «esperpéntica» de Valle-Inclán, con sus irreverentes simpatías carlistas iniciales y esa Corte de los Milagros en la que tomaron vida literaria los mismos personajes (y casi con el mismo sentido) que aparecen en las acuarelas atribuidas a los hermanos Bécquer 102 .

Se cultivaba así un sentimiento global de desengaño y escepticismo, más o menos humorístico o desesperado, que podía anclarse en la voluntad iconoclasta de «desenmascaramiento» de la hipocresía, de las convenciones sociales y culturales de la sociedad bienes tante, por parte de los artistas y los escritores de la bohemia 103 .

Un mundo precario, siempre falto de dinero, abigarrado y heterogéneo, en el que los hermanos Bécquer eran miembros muy queridos –más allá de sus particularidades políticas– y donde convivían y fraguaban amistades personajes de diversa (y en ocasiones variable) adscripción. Un mundo que, a veces, recibía encargos extraños.

A mí también me ha sorprendido que la familia Montpensier (a pesar de alguna atribución que considero dudosa de los autores de las ediciones de1991 y1996) no aparezca entre el resto de la familia real satirizada 104 .
Es cierto que no formaba parte de la Corte, que su reino estaba en Sevilla. Es cierto también, sin embargo, que existen rumores entre los libreros de viejo, y entre los coleccionistas, de la venta de la biblioteca de los Montpensier en los años1977-1978; de su interés por la fotografía y los fotomontajes, las nuevas técnicas visuales de los cicloramas así como sus gustos privados más bien irreverentes. Antonio de Orléans, en todo caso, fue mecenas de muchos artistas, entre ellos del estudio donde se formó Valeriano Bécquer. El propio Lee Fontanella sugiere que el duque de Montpensier bien podría haber patrocinado una obra como la firmada por Sem.

Dinero, resentimiento, humor y razones políticas tenía para hacerlo. Formaría en todo caso parte no inhabitual de la forma en que se trataban unos a otros en la familia real española.

Desde hacía ya mucho tiempo –desde el escándalo de 1847 al menos y luego intensamente cuando la revolución de 1854– el duque venía postulándose (a través de su mujer Luisa Fernanda) como una alternativa viable y fiable a Isabel II. María Cristina de Borbón barajó en varias ocasiones ese proyecto y mantuvo, al igual que Riánsares, una relación asidua y cómplice con el hábil, divertido y cosmopolita hijo de Luis Felipe de Orléans.

A cambio, las relaciones entre Isabel II y Fernando de Asís con los Montpensier fueron agrias desde el principio y el desprecio de los segundos por los primeros era vox populi 105 . Notablemente a partir de 1863, el duque había entrado en contacto directo con la variopinta oposición clandestina que estaba preparando una o varias revoluciones posibles. Sus preferencias se situaban abiertamente en el entorno del progresismo y moderantismo templados integrados en la Unión Liberal. Para ciertos sectores de este partido, Antonio de Orléans era un rey posible, o así se lo hicieron creer.

La frustración del duque fue, sin embargo, muy temprana y muy intensa. En ella desempeñaron un papel importante prácticamente todos los políticos que fueron satirizados, sin excepción, en las acuarelas de Sem.

La casi totalidad de los líderes de la coalición revolucionarias se opusieron a la candidatura del duque quien, por cierto, algún tiempo después acabó matando en un duelo a su oponente dentro de la familia, el infante Enrique de Borbón. En la temprana desconfianza hacia las cualidades políticas y personales de Montpensier desempeñó un papel decisivo el veto tajante del emperador Napoleón III. El emperador dejo muy claro ante los revolucionarios españoles que no aceptaría que accediese al trono de España un hijo del derrocado Luis Felipe de Orléans: es decir, un representante tan destacado de una de las tendencias legitimistas de opinión más poderosas de Francia. El único dirigente extranjero que es ridiculizado reiteradamente por Sem es Napoleón III.

Fontanella dice que quizás, en contra de su propia sugerencia y de los comentarios que yo acabo de hacer, podría aducirse el tono festivo, circense, casi de divertimento personal, de las acuarelas de Los Borbones 106 . No creo que sean evidencias discordantes. Más bien podrían avanzar juntas en la misma dirección. Todos los políticos de Sem son títeres, payasos, marionetas, maniquíes despersonalizados y frecuentemente animalizados. Aquel tipo de crítica mordaz, irónica, bufa –que ridiculizaba a todo el espectro político posterior a la revolución– parecía ser acorde con la concepción de la política y el carácter «ligeramente perverso» que todos los que le conocieron atribuían a Montpensier. Era en todo caso archiconocida y muy comentada su ira ante los desaires personales y políticos de los líderes de La Gloriosa, después de todos sus esfuerzos, incluidos los financieros, por derrocar a Isabel II 107 .

No puedo, ni debo, avanzar más en este terreno. No es una hipótesis suficientemente avalada por documentación directa; es tan sólo algo parecido a una vaga intuición que compartir con los lectores. En todo caso, y asumiendo el carácter colectivo del pseudónimo Sem, creo que el argumento de que los Bécquer no pudieron ser autores de aquellas acuarelas por su filiación política moderada –así, como por su situación clientelar episódica respecto a González Bravo y Narváez– es menos sólido de lo que parece.

Desde un punto de vista político, creo que en Los Borbones coexisten planteamientos diversos que oscilan entre el nihilismo derrotista, a que he aludido más arriba, con manifestaciones mucho más consistentes de la frustración republicana ante la preeminencia de progresistas y unionistas tras la revolución. Ese me parece que es el otro lenguaje de las acuarelas, que podía coincidir con el anterior en algunos temas y algunas formas pero que tenía una intención y un origen sustancialmente diferentes.
Es claro que la declarada opción monárquica de la coalición gobernante, que incluía a sectores demócratas como Nicolás María Rivero –satirizado junto a Serrano, Topete, Prim o Sagasta–, constituyó para los republicanos una traición y una fuente de desafección y de crítica muy tempranas. Sus diversos grupos se constituyeron inmediatamente como una oposición radical al gobierno de Prim y, como tal, sufrieron la represión o el desplazamiento de todos los centros de poder importantes en el ámbito estatal 108 .

La colaboración entre posiciones políticas muy distantes, ya ensayada por Sem frente a los gobiernos de la Unión Liberal, pudo reproducirse por lo tanto a los pocos meses de comenzar el llamado Sexenio Revolucionario y tomar carta de expresión en el mundo de la literatura, el periodismo y la ilustración satíricos. Entre los elementos básicos del pensamiento radical y republicano que aparecen en las viñetas y leyendas destacan los referidos a la libertad de expresión y las alusiones a la nueva censura (la acuarela núm. 67 es ejemplar) o las reiteradas representaciones de la Libertad amenazada por la reacción y las ambiciones personales de los líderes revolucionarios.

En ese mismo lenguaje se articula la crítica anticlerical en dos acuarelas a mi juicio de factura muy diferente a las demás –las núms. 12[b] y 89– que aluden al entonces famoso asesinato del gobernador civil de Burgos, Isidoro Gutiérrez de Castro, cuando intentaba cumplir el decreto del ministerio de Fomento, de enero de 1869, por el que el Estado se incautaba de obras artísticas y culturales en manos de la Iglesia.
Un tipo de preocupación y de crítica que es muy distinto (como lo es el estilo de esas acuarelas) a la representación en posturas obscenas de Claret, sor Patrocinio o algún que otro prelado. En realidad, el cura o la monja depravados llevaban siglos siendo topos clásicos de la sátira y la cultura populares en todos los países católicos y funcionaban más bien como válvulas de escape simbólico que como verdaderos ataques a la autoridad de la Iglesia.

Si en términos políticos existe una coexistencia de lenguajes diversos, creo que no se puede decir lo mismo de las imágenes más declaradamente obscenas que constituyen la característica más sobresaliente y peculiar de Los Borbones. Al igual que es necesario matizar los estereotipos políticos al uso, habría que hacerlo con una concepción ingenua que haga equivaler la representación de escenas sexuales explícitas con una moral más libre o potencialmente más progresista.

Para comprender el sentido e intención de este tipo de materiales creo que habría que pensar con más cuidado las implicaciones del ya largo debate sobre las diferencias entre erotismo y pornografía.
Entre la utilización del cuerpo de las mujeres (y de los hombres) en términos de vejación y cosificación y la celebración de la libertad sexual y de costumbres. No hay nada de lo segundo en las acuarelas que estoy analizando sino más bien todo lo contrario. Hay una voluntad de denigración personal a través precisamente de la representación de actos sexuales que aparecen como obscuros, secretos y brutales.

Lou Charnon-Deutsch critica a los primeros editores de Los Borbones, y muy en concreto a Lee Fontanella, por dejar en segundo plano el componente pornográfico de las acuarelas en favor del político.
Para ella, subordinar la intención pornográfica a la política es una forma más de salvar la «respetabilidad» de sus autores (que da por supuesto, como Fontanella, que son los hermanos Bécquer), justificando la brutalidad y obscenidad de la imágenes. A su juicio, entonces (y ahora con la publicación de las acuarelas) lo que se pretende en realidad es ofrecer al lector, timorato pero excitado, los placeres de la pornografía mezclados (y justificados moralmente) bajo el formato más respetable de la crítica y la sátira política 109 .

Creo que su propuesta contiene tan sólo una media verdad posible. La pornografía política –desde sus mismos orígenes y muy especialmente en los siglos XVIII y XIX, que son los que mejor conozco– sirve a dos propósitos sobre cuyo enlace merece la pena reflexionar y en el que reside en buena medida su interés como material histórico. Por una parte, ofrece sin duda la posibilidad de dar rienda suelta a los deseos considerados pecaminosos, a la lujuria condenada por la moral dominante, a las ansias de dominio y/o humillación sexuales, al sexismo y a la misoginia. Por otra, busca personalizar, explicar acciones políticas de forma primaria, ofreciendo la clave de su origen más natural y secreto, más privado. La política de dormitorio, el epítome de la política fuera de control, sometida a las más bajas e inconfesables pasiones –la que fascina y repugna a un tiempo– es el gran objetivo de la pornografía política. Es también la medida de su eficacia como lenguaje primario de deslegitimación global que evita y cancela los matices 110 .

Un precedente inmediato de la utilización de este tipo de pornografía política es, por supuesto, el de María Antonieta. Los trabajos de Lynn Hunt, especialmente, han sido decisivos para valorar el papel que tuvo en la Francia revolucionaria la demonización de la esposa extranjera de Luis XVI 111 . Acusada de todo tipo de perversiones sexuales, convirtió la Corte en un burdel como vehículo para satisfacer sus pasiones aberrantes, su codicia y su voluntad de ejercer una influencia ilegítima sobre los negocios públicos y sobre la débil voluntad del rey.
Con su actividad política y sexual, María Antonieta habría trastocado los papeles otorgados por la naturaleza a los hombres y las mujeres, insultado al pueblo francés y traicionado a la nación desde el mismo día en que pisó Francia. Mientras en el juicio contra Luis XVI los argumentos fueron básicamente políticos, en el juicio contra «La Austriaca» se produjo una desproporcionada insistencia en las acusaciones de índole moral que la convertían en un monstruo depravado, entregado a placeres tan perversos que incluían el lesbianismo, la zoofilia o el incesto con su propio hijo. Aquella mujer utilizaba su cuerpo como un mecanismo de poder, de corrupción del cuerpo político.

Era una antimujer, contraria radicalmente a la mujer sentimental que habían ido creando los novelistas y filósofos de la Ilustración; era una hembra sedienta de sangre, de poder, de goces prohibidos y antinaturales, capaz de convertir a todos los franceses en sus esclavos.
Los ciudadanos revolucionarios defendían su masculinidad y el honor de Francia cuando llevaron a la guillotina a aquella Mesalina, en el mismo momento en que se producía la más pavorosa escalada del Terror. Como dijo la muy lúcida y muy liberal Madame de Stäel –poco sospechosa de simpatías antirrevolucionarias– había sido necesario degradar como mujer a la reina para poder finalmente asesinarla sin que hubiese realmente, a su juicio, ninguna necesidad política de hacerlo 112 .

Es interesante destacar, al hilo de las últimas apreciaciones al respecto, que la mayor parte de la literatura satírica y pornográfica contra María Antonieta se produjo durante la propia revolución, en torno al juicio de la reina –y en menor medida, frente a lo que se había supuesto hasta ahora, en los años anteriores. De hecho, los diversos momentos de fabricación de escándalos contra la reina estuvieron estrechamente ligados a las luchas políticas internas entre los diversos grupos en pugna por el poder dentro del proceso revolucionario. Cuando la obscenidad y el descrédito moral absoluto alcanzaron su punto álgido lo hicieron en relación con la necesidad política de condenar a muerte a la reina para salvar a la nación 113 . Ese enlace entre pornografía y política –con sus profundas implicaciones de género y de lucha por el poder– constituye también, como hemos visto, una característica de Los Borbones.
Una obra que es producto inmediato, y alude directamente, a las tensiones entre la coalición revolucionaria después de la Revolución de 1868.

El tratamiento que recibe Isabel II en Los Borbones tiene amplias concomitancias pero también varias diferencias respecto al que recibió María Antonieta. Tanto en este caso, como en el de la zarina Alejandra, fue necesario bestializar a ambas, convertirlas en mujeres infames, monstruos devoradores de la patria y de sus hombres para poder luego asesinarlas o, utilizando el vocabulario autojustificatorio del momento, ejecutarlas.
La atribución de una sexualidad aberrante se combinaba con su perversa capacidad para la manipulación secreta sobre los reyes (débiles y humillados) que trastocaría las naturalezas femenina y masculina, convirtiéndolas a ellas en las verdaderas detentadoras del poder públicamente atribuido a sus maridos. Una fantasía de engaño, manipulación y feminización que buscaba de explícita excitar el sexismo y la misoginia en torno al poder público, y en parte también privado, de las mujeres.

La reina española, también, aparece representada en estas acuarelas como una Eva lasciva, completamente fuera de control, el álter ego del ángel doméstico o la madre cristiana que constituían los modelos de feminidad dominantes en la época. Su desenfrenada lascivia servía, a un tiempo, para simbolizar el poder aberrante de la monarquía (a través de la aberrante independencia y poder sexual de la reina) y para dar rienda suelta –tras el formato respetable de la crítica política– a la misoginia y las fantasías más o menos perturbadoras que aquellos sublimes modelos de feminidad cancelaban y suprimían. Sexo en grupo, sodomía, escenas lésbicas, felaciones, zoofilia, etc., se suceden en las viñetas pornográficas sobre Isabel II producidas entre 1868 y 1869. De esta forma, la crítica política a la actuación del monarca es suplantada o devorada, sometida, a la denigración brutal, en clave moral, de la hembra desenfrenada, sexualmente hiperactiva, incontrolable. La utilización de imágenes pornográficas no tiene por supuesto un carácter descriptivo –nadie podía creer seriamente que Isabel II tenía trato sexual con su confesor, con sor Patrocinio o con un asno. Tiene, por el contrario, un carácter simbólicamente performativo.

Una vez que se puede decir, hacer, ese tipo de alusiones, es posible justificar todo lo que se pueda hacer en el ámbito político respecto a la reina.

Como en el caso de María Antonieta la degradación y la fijación en el cuerpo de la mujerreina es obsesiva. Frente a ella, la humillación constante de la figura de rey apela a terrores masculinos clásicos como la castración (acuarela núm. 74), la imagen del cornudo (acuarelas núms. 35 y 71, por ejemplo); la usurpación literal y simbólica del miembro viril (núms. 82 y 93); la degradación completa de la autoridad y la dignidad masculinas.
El marido engañado que se humilla y consiente; sometido, debilitado hasta el afeminamiento, no puede conducir más que a la perversión moral; a la completa y esencial corrupción del cuerpo político y social. Todos los símbolos de la realeza se ven arrastrados por el lodo de la lascivia de la reina; el cetro, la corona e incluso el trono ruedan por los suelos o son profanados (Portada y núms. 10[b], 16[b], 17[b], 21, etc.); España entera es deshonrada por «la vil prostituta» que –en una significativa confusión de identidades– ultraja a la nación al ultrajar su monarquía.
Lo que está en juego es la honra de los buenos españoles, que hicieron la Revolución de 1868 para poder hablar de lo que era su territorio propio, la política y el poder, sin necesidad de ruborizarse ante sus madres, sus esposas y sus hijas.

Sin embargo, merece la pena destacar el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con María Antonieta, Isabel II no necesita servirse de su cuerpo y de su capacidad de seducción y manipulación del deseo masculino para alcanzar el poder. Ella era el poder y en torno a ella, y a sus deseos, podía convocar la sumisión y los deseos (de poder) de los hombres que la rodea ban y adulaban, que satisfacían sus deseos. La reina Isabel se había convertido así en un hombre, en algo tan monstruoso como «un Luis XV hembra». Son los hombres y una mujer (sor Patrocinio) quienes utilizan el deseo de la reina para secuestrar su poder político. En este sentido, Isabel II es a un tiempo un sujeto activo y pasivo. Un animal sexual al que se satisface para poder manipularlo, domesticarlo. Isabel II carece de la belleza perversa, sofisticada y temible de la reina francesa. No tiene tampoco su inteligencia refinada. Es un cuerpo desprovisto de gracia, grueso y fofo, casi cómico y circense: «Entren todos y verán / la célebre niña gorda, / que pesa quinientos quilos / sin el cetro ni corona» –acuarela núm. 58.

La reina Isabel es animalizada (como también lo fue María Antonieta) pero en un sentido que no la convierte en un monstruo bello y temible sino en una bestia degradada que inspira desprecio y repulsión, risa a lo más. Es una figura de expresión ausente, indiferente o estúpida. Un animal que se entrega a sus placeres brutales e indiscriminados con la mirada perdida e inexpresiva. Es la antítesis total de toda pasión y de toda delicadeza femenina. Un personaje de circo o carnaval, puramente grotesco y obsceno que si induce a alguna reacción grata es a la carcajada.



Aquí reside, a mi juicio, la otra gran diferencia respecto a las representaciones de María Antonieta. Isabel II no va a ser ejecutada; no lo ha sido en el momento en que se producen esas acuarelas soeces, ni en ningún momento anterior se preveía que fuera necesario hacerlo.
El exilio era suficiente y, una vez en él, la ridiculización, la degradación 114 . En Los Borbones –con su recurso constante a las escenas circenses, teatrales, de marionetas y carnaval– hay una visión bufa, acorde con el culto postromántico a lo grotesco y a la risa sardónica, cruel, ligeramente siniestra pero nunca dramática o trágica, como la que se aprecia en las imágenes postreras de María Antonieta. Frente al refinamiento de aquella, la imagen de Isabel II va quedando fijada popularmente como la representación de la estulticia, del capricho, la volubilidad, la indolencia, la grosería personal, la superstición milagrera, la animal incapacidad para distinguir entre el bien y el mal, la torpeza, lo feo y lo burdo pero nunca lo trágico y lo sublime. Es un personaje del que desprenderse, al que despreciar, pero no al que odiar. La diferencia, a mi juicio, será crucial para la evolución de la imagen de la propia Isabel II, pero también de la dinastía, favoreciendo que esta pudiese regenerarse, seis años después, en el rey-soldado que fue Alfonso XII.

Aquel niño que, en Los Borbones, fue representado como un pequeño saltimbanqui, víctima de una familia circense que deambulaba por Europa.

Lo carnavalesco trastoca las identidades y las jerarquías fijas de identidad sexual y de poder, pero también las refuerza mediante su utilización invertida y cómica. No cuestiona las asunciones morales más conservadoras, las confirma.
De la estabilidad subyacente de estas depende la posibilidad y la eficacia de su transgresión. El carnaval es un mecanismo de subversión pero también una válvula de escape para momentos de conflicto y para situaciones de impotencia profundas. De la misma forma, los elementos transgresores de lo grotesco no implican automáticamente progresismo político o moral 115 .

Algo de esto creo que hay en las acuarelas de Los Borbones o, al menos, en las estrictamente pornográficas y en las referidas al mundo del circo o del teatro. Al final, la reina Isabel es simplemente una prostituta que se ha disfrazado de reina. Lo que significa la verdadera realeza y la auténtica monarquía, así como la auténtica posición e identidad de las mujeres, queda a salvo. Tan sólo hay que esperar a que acabe el carnaval. Con ello entro en mis últimas consideraciones sobre el mensaje más subliminal, y efectivo a mi juicio, de Los Borbones en pelota.

En las imágenes y textos de que estamos hablando todo está dispuesto, desde la misma portada, para hacer creer a los lectores / espectadores que están entreviendo «los misterios de Palacio»; que se les ha ofrecido el ojo de una cerradura para observar por fin la verdad, y la razón última, de lo que ocurría en la corte isabelina. Esa verdad política se encuentra detrás del dosel del lecho real y, una vez descorrido el velo, se reduce a una sórdida orgía entre la reina, su amante, un rey cornudo y afeminado, un confesor pervertido y una monja depravada. Eso es todo. ¿Se trata verdaderamente de un ataque feroz a la monarquía? Realmente creo que no.

Se trata sin duda de un ataque contra la reina Isabel y su entorno más inmediato que personaliza y simplifica toda una historia mucho más compleja de juegos de poder, con muchas más responsabilidades personales y colectivas, reducidas todas ellas (convenientemente) a la práctica del sexo desordenado y desenfrenado como verdad oculta de los vicios de todo un sistema político. ¿A quién le resulta útil esa simplificación tan grosera de lo que significó el reinado isabelino? Sin ninguna duda, y en primer lugar, a los sectores más reaccionarios del entorno real, incluida una buena parte del partido moderado. Fueron esos sectores, convertidos a la postre en un patético y perverso partido de Corte, los que fabricaron una reina a su medida, un mero instrumento en sus manos. Una presa, en la conocida expresión de Donoso Cortés.

Para esa instrumentalización –y dadas las inclinaciones favorecidas desde muy pronto en Isabel II– una reina indolente y entregada a sus placeres personales (a ser posibles procurados por alguien del propio partido) no era la peor opción posible. El problema es que, como le ocurrió a Victor Frankenstein, acabaron fabricando un monstruo capaz de destruir a su creador.

Con ello no estoy intentado exculpar a Isabel II porque, entre otras cosas, ese no es el problema sustancial. Es un hecho que tuvo sucesivos amantes, que era dada a la pereza, a los placeres de la mesa y de la carne; que no comprendió nunca el poder más que como un juego de intrigas de salón sujeto a ambiciones personales, que obstaculizó constantemente el sistema parlamentario y despreció el liberalismo, que intentó imponer su poder de las formas más erráticas y suicidas que puedan imaginarse.
Sin embargo, reducir toda la problemática del reinado isabelino a la perversión sexual, o simplemente a la lascivia de una «hembra en celo en busca de un macho dominante» –como hace Ricardo de la Cierva, por ejemplo– conduce a una visión de la historia personalista y reaccionaria que no puede sostenerse.

Con la inestimable ayuda, quizás, de las acuarelas publicadas de Sem, esa pseudohistoria ha permeado enormemente la imagen popular de la reina Isabel y por extensión de la problemática histórica mucho más compleja de su reinado 116 . Se corre el riesgo de dejar así en la oscuridad –y en el conveniente limbo de la supuesta ninfomanía de la hija de Fernando VII– la perversión de la monarquía constitucional, la tensión estructural entre Corona y Parlamento, las particulares formas en que se desarrolló el juego político en aquellos años cruciales, la manera en que se tomaban decisiones, se utilizaba el erario público, se corrompían todos los negocios estatales, etc.

La manera (política en el sentido más amplio) en que se llegó a convertir una institución que se había querido legitimar como representante de la nación en un instrumento partidista cada vez más restringido y menos representativo del liberalismo en su conjunto.

Comparto con Vivian R. Gruder la inquietud por las formas de hipérbole verbal que pueden acabar haciendo suponer que la Revolución Francesa –o en el caso que me ocupa la Revolución española de 1868– fueron producto de los escándalos sobre la vida sexual de la reina María Antonieta o de Isabel II.
Más aún, que la supuesta vida licenciosa de ambas y sus diversas maneras de desestabilizar los patrones de feminidad dominantes fueron la causa última de la revolución. Como he intentado ir desarrollando a lo largo de este texto, la cuestión es mucho más compleja. En ella, los datos objetivos sobre las actividades sexuales de las reinas tienen valor histórico y cultural (también aquí en su sentido más amplio) en tanto que subordinados a las intenciones y los mecanismos por los que fueron fabricados y representados en la esfera pública; al hilo de conflictos que afectaban a muchos otros factores como la corrupción económica, el exclusivismo de partido, las restricciones a la participación ciudadana, las amenazas de reacción política, etc. 117 .

El hecho de que los valores culturales asociados a las mujeres respetables fuesen utilizados para legitimar o deslegitimar una determinada institución, en este caso la monarquía constitucional, no nos puede llevar a suponer que la conducta concreta de estas (en un sentido o en otro de lo que llamemos objetivo) fuese la responsable última, la clave de bóveda, de la acción política. Las formas de imbricación al respecto son culturales en su manifestación más profunda. Es decir, se refieren a patrones de significado (incluyendo los referidos a la masculinidad y la feminidad) que permitían que la representación pública de esas supuestas conductas se convirtiese en símbolo de todo lo demás.

En otras palabras, que pudiesen ser un arma de combate capaz de legitimar o no a la monarquía constitucional entendida, no sólo como una institución política sino cultural.

Escribió Jorge Luis Borges que «el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio» 118 . No existe posibilidad de cierre significativo sobre nada, ni sobre nadie. Nuestro conocimiento es siempre provisional y fragmentario. Otros documentos, y sobre todo otras preguntas, vendrán a modificar lo ya hecho. Así, y afortunadamente, para los historiadores el pasado puede seguir siendo un horizonte abierto. Con los materiales disponibles no es posible avanzar mucho más en la intencionada penumbra del mundo que rodea a Los Borbones en pelota.

Desde todos los puntos de vista que he intentado introducir aquí se trata de un material histórico muy complejo. Como tal debe ser tratado: no como vehículo presentista de combate anti-monárquico más o menos disfrazado ni, por supuesto, de rijosidad mojigata y justificada (como entonces) por el formato aparentemente más respetable de la crítica política 119 . Es un material que debe ser abordado, a un tiempo, como representativo y excepcional en el contexto de los mecanismos de deslegitimación de la ya lejana monarquía isabelina y, más ampliamente, de la monarquía constitucional decimonónica. Representativo (con reservas) porque tenemos indicios indirectos respecto a que imágenes parecidas formaban parte del conflicto político de entonces.
Excepcional porque es el único ejemplo que nos ha llegado de todo ello; el único del que podemos dar fe documental y tener entre las manos.

Los «misterios» de aquellas acuarelas siguen siendo muchos y sus autores parecieron adivinar, divertidos, la ignorancia, la curiosidad y el desconcierto de sus lectores y espectadores futuros.

Al final, unos simios con monóculo y levita –apodados «Los inteligentes»– inspeccionan un álbum que todavía hoy nos deja perplejos y no ha acabado de desvelar todos sus secretos. Como dice la leyenda al pie, Non che male!

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