RETROSPECTIVA DE UN INTERNO DEL COLEGIO

Octubre de 1963

10 de octubre, un día después de mi cumpleaños. Aquel día madrugamos toda la familia. A las nueve de la mañana, el taxi de Fernando el Pescatero estaba a las puertas de mi casa: cargamos mi maleta y mi colchón con las sábanas y las mantas y comenzamos el viaje a Molina de Aragón.

La sinuosa carretera de la ermita ascendía y en el alto final eché la última mirada a la torre de la iglesia, no la volvería a ver hasta las vacaciones de Navidad. La carretera comarcal era estrecha y sinuosa, con deficiencias en el asfaltado, y a pesar de que el conductor trataba de esquivar los baches no podía impedir el fuerte traqueteo; cuando se cruzaba con otro coche, o con cualquier vehículo, ambos tenían que aminorar la marcha y uno de ellos apartarse hacia la cuneta para poder pasar. Todas estas vicisitudes hacían que me mareara y a punto estuve de devolver el desayuno. Pasamos por pueblos y pueblos y pueblecillos, cuando llegamos a Rueda el conductor nos dijo que ya estábamos muy cerca: un viaje de aproximadamente dos horas para recorrer 70 kilómetros. Llegando a Molina, vislumbramos la torre de Aragón, solitario torreón medieval en forma de pentágono rodeado de una muralla con almenas, construido por los árabes sobre un castro ibérico; nada más traspasar una loma se divisaban las cuatro esbeltas torres del castillo y sus preciosos adarves almenados. La carretera discurre dejando al lado derecho el castillo mientras que al frente se nos presenta el panorama de todos los tejados del pueblo de Molina, entre los que destacan el del monasterio de San Francisco, con su Giraldo, y el de la iglesia de Santa María. Serpenteando por el medio del pueblo discurre el río Gallo, de aguas cristalinas y buen criadero de cangrejos y truchas. La carretera descendía y al fondo estaba el pueblo y nada más acabar la calle principal nos encontramos con el Instituto de Enseñanzas Medias Santo Tomás de Aquino, un gran edificio del siglo XVIII, antiguo colegio de los escolapios, que sería mi residencia durante los próximos cuatro años. Entramos por la puerta principal tras cruzar un patio en cuyo centro hay un monolito dedicado al capitán Arenas, cuya infancia y juventud transcurrieron por las calles de este pueblo, y estudió en este mismo colegio hasta los 14 años en que ingresó en la escuela militar de la que salió con el grado de teniente, a los 18 años; murió en la guerra de Marruecos, en el monte Arruit defendiendo una posición contra los rifeños por este heroico hecho recibió la Cruz Laureada de San Fernando a título póstumo. Una vez hechas las formalidades administrativas, mi padre me acompañó a la litera y mi madre me hizo la cama; a partir de ese día serían las señoras de la limpieza las que se encargarían de hacérmela. Era un dormitorio comunitario con capacidad para unos cincuenta alumnos; las literas se disponían alineadas en dos filas, la mía estaba orientada al sur. Los ventanales no tenían cortinas y entraba la luz de las farolas de la calle, los días de luna llena había tanta claridad que me costaba muchísimo conciliar el sueño.

El colegio y los profesores

Cuando mis padres se marcharon, me quedé solo. Menos mal que había venido conmigo Candi, cuyo padre también se había ido ya. Los dos preguntamos qué teníamos que hacer y nos dijeron que fuésemos a los campos de deporte, que no eran sino unos prados que estaban a las afueras del pueblo. Nuestro primer contacto fue con Don Luis, alias “El Chapas”, un vigilante que nos regañó por haber llegado tarde, los alumnos regresaban ya para ir al comedor y nos incorporamos al grupo. Era la primera cena en el colegio, no recuerdo nada del menú, aunque sí recuerdo perfectamente que una vez en el dormitorio saqué de la taquilla el bocadillo de jamón que me había dejado mi madre.

Al día siguiente, toque de silbato a las siete de la mañana, aseo en los lavabos comunes, en unos minutos todos estábamos corriendo para coger váter y lavabo. Terminado el aseo, misa en la iglesia de San Martin, aneja al colegio, a dónde se accedía por unos largos pasillos; esta iglesia nos serviría, tiempo después, para escaparnos del centro y acceder a la calle. Hoy está en ruinas. Después, el desayuno, café con leche y algún tipo de pasta y pan. Como el café con leche era bastante malo, cada uno de nosotros teníamos botes de Cola-Cao para añadir unas cucharadas a aquel brebaje, de esta forma era algo más soportable.

Después empezaban las clases. Estaba en un aula en la que había unos veinte alumnos. Carlos Baylin Conejo era el profesor de matemáticas y fue él quien me inculcó el gusto por los conocimientos matemáticos y el placer de su aprendizaje y no comprendía que yo estuviese allí, repitiendo esa asignatura, cuando era de los mejores del grupo, no en vano me dio matrícula de honor al final del curso. Don Moisés, de Literatura. Don Rafael, de dibujo. Don José Luis, de geografía. Y don Conrado, de física y química. Este último ejercía como director del internado, era tartamudo y cojo, porque creo que tenía una pierna ortopédica; podéis imaginar la impresión que me causó conocerlo, máxime cuando nos fue sacando a todos los nuevos a la pizarra para conocernos: nos miraba atentamente, nos preguntaba el nombre y apuntaba algo en su libreta de tapas negras, decíamos que era una nota que él llamaba nota de concepto. A mí me puso un seis. Y esa sería la calificación que tuve al final de curso, lo mismo que el resto de mis compañeros, la nota inicial de concepto acababa siempre siendo la definitiva, al menos, eso era lo que todos comentábamos y creíamos. Estábamos convencidos de que no solo no corregía los exámenes, sino que ni siquiera se los miraba. Aunque tal vez no fuera del todo cierto. En un examen nos preguntó que explicásemos el concepto de valencia de los elementos de la tabla periódica. Teníamos un compañero, Aquiles, muy ocurrente y fantasioso, sorprendentemente creativo, de mente abierta y curiosa, un soñador con capacidad de ver posibilidades donde otros no las ven, que no tenía demasiados conocimientos para responder a la pregunta que nos formulaba don Conrado así que puso en marcha su imaginación y comenzó a escribir sobre la Valentia romana para después hacerlo sobre la Valencia actual, a continuación pasó a hablar acerca de Valencia provincia y de los muchos pueblos que la componen, con todo ello llenó un folio completo. Cambió de tercio y ahora escribió sobre la valentía: la valentía del Cid Campeador, del Guerrero del Antifaz, de Roberto Alcázar y Pedrín y, sobre todo, la valentía de Viriato, sobre el cual llenó, casi por entero, otro folio. De la valencia de los compuestos químicos escribió sobre la valentía que unos elementos tenían al fusionarse con otros, apenas dos líneas. Seguramente don Conrado se maravilló ante la extensión de aquel examen y por esa razón lo leyó. ¡Cuánta guasa tuvo que aguantar el pobre Aquiles!

Se dice que las etapas de un enseñante son: Sancho Bravo, Sancho Fuerte y Sancho Panza, cuando yo conocí a D. Conrado creo que ya estaba en la última fase.

Don Conrado vivía cerca del colegio, solo tenía que bajar una calle algo empinada para llegar a sus puertas. En Molina de Aragón nevaba mucho y cuando esto ocurría las calles se convertían en verdaderas pistas de hielo, esos días todos los alumnos nos asomábamos a la ventana de la clase para ver venir al director, a ver si resbalaba y se caía cuesta abajo patinando hasta el final de la calle. Una de aquellas veces el pobre hombre resbaló y se cayó con la consiguiente algarabía entre los alumnos. Hoy recuerdo con cierta tristeza este hecho. Creo que era un buen hombre, nunca nos reprendía ni se burlaba de las contestaciones de sus alumnos. Como ya he dicho, era el profesor de física y química. Cada día nos pedía una lección que deberíamos haber estudiado el día anterior. Comenzaba a preguntar por el primero de la lista, si no sabía la lección pasaba al siguiente y así hasta que alguien se la sabía o hasta que sonaba el timbre, a cada uno que no la sabíamos nos ponía una puntuación, que en rigor debería haber sido un cero, pero al final siempre acababa poniéndonos la nota de concepto que nos había asignado el primer día. De sus clases recuerdo algunas anécdotas. Un día un alumno echó en clase una bomba fétida, aunque era pleno invierno don Conrado abrió todas las ventanas y pasamos un frío inmisericorde. En clase había dos hermanos gemelos, idénticos y casi imposibles de diferenciar, ambos vestían sendos pantalones negros de cuero, don Conrado aseguraba que los distinguía porque uno de ellos los tenía un poco descosidos. Siempre ponía una pregunta muy larga que empezaba informando de que en 1950 en Barcelona había habido una epidemia de fiebres ocasionadas por la ingestión del agua. El enunciado, que nos iba dictando, era al menos de medio folio y explicaba las catástrofes de la epidemia. Imaginad el espectáculo, el profesor tartamudo dictando y todos nosotros intentando copiar aquel planteamiento que parecía no tener final y que inevitablemente acababa con la pregunta: ¿Qué deberían haber hecho para evitar estas colitis? Todos sabíamos la respuesta: había que clorar el agua y se produciría la reacción química CL2+H2O=HCLO+ HCL que eliminaba las bacterias del agua. Todos sabíamos de memoria la contestación. Algunos, los más olvidadizos o los más vagos, llevaban escrita la respuesta en una chuleta. Pero, ojo, que no te viera copiar porque en ese caso te expulsaba del examen y te suspendía sin contemplaciones.

Manolo, -voy a llamarlo con este nombre- quizás era un alumno muy servicial y quizás un poco pelotas, borraba la pizarra con mucho vigor, pero por casualidad los restos de tiza caían en la silla del profesor y en su mesa, en una de estas ocasiones, sacudía el borrador encima de la silla y consecuentemente la silla quedó completamente blanca pero no se dio cuenta que el profesor – ¿quizás D. Conrado?, no lo recuerdo- lo estaba observando desde la puerta. Aunque el profesor pudo haberse enojado, prefirió tomarlo con buen humor y le pidió al alumno que se sentara en su silla para limpiarla. A mi me pareció genial ver que el profesor encontró una manera amable de abordar la situación. Después se inició la clase con normalidad.

El profesor de filosofía me inspiraba mucho respeto, era un hombre ceñudo y áspero, yo diría incluso que hosco, tremendamente metódico. Sabíamos que le gustaba que hubiese claridad en el aula y antes de que él llegase entornábamos un poco la contraventana, cuando él entraba, y siempre imperturbable, abría la contraventana, se sentaba, cogía sus apuntes y explicaba sin parar durante toda la hora. Recuerdo las clases en las que nos habló del mito de la caverna de Platón y, sobre todo, del imperativo categórico de Immanuel Kant, del que creo que era un gran admirador. A los silogismos aristotélicos dedicó unas cuantas clases. Los nombres de BARBARA, CELARENT, DARII, FERIO y otros comenzaron a ser familiares en sus clases. Nos considerábamos expertos en razonamientos y alguno más avezado con capacidad para formular argumentos sólidos con premisas claras y conclusiones lógicas basadas en la estructura del silogismo BARBARA, aseveraba: 1ª premisa, si he de aprobar para que estudiar. 2ª premisa, si he de suspender para que estudiar. Conclusión, en ningún caso es necesario estudiar. Era, -así lo creíamos- un buen manejo de la argumentación y la lógica formal

No en vano entre nosotros decíamos que aquel profesor daba las notas siguientes: 10 para Santo Tomás de Aquino, 9 para Kant, 8 para Schopenhauer y 7 para él. A partir de ahí las notas eran para nosotros. Siempre iba en compañía del profesor de griego, con quien daba largos paseos.

Relacionada con el profesor de griego recuerdo una anécdota también curiosa. En esa época había un alumno, creo que se llamaba –o le llamábamos, no estoy seguro– Hefesto, quien había estado en el seminario y conocía muy bien las lenguas clásicas; su mejor amigo estudiaba letras, pero no era buen estudiante, suspendía casi todas las asignaturas, aunque en griego siempre sacaba sobresaliente. Este profesor insistía a sus compañeros que lo aprobasen para que en las pruebas de madurez de preuniversitario pudiera exhibir sus sólidos conocimientos de griego. Nadie, entre los docentes, se explicaba cómo era posible que, siendo un desastre en prácticamente todas las asignaturas, obtuviera esa nota tan maravillosa en griego. Nosotros sí. Este profesor tenía la costumbre de dejar los exámenes en la sala de profesores, para corregirlos posteriormente. Los dos amigos entraban por la noche en la estancia y Hefesto hacía el examen que sustituiría al que con torpeza había realizado su compañero. Ahí estaba la explicación, aquel cambiazo era la causa de sus sobresalientes.

Había un profesor de ciencias naturales que nos tomaba la lección siguiendo siempre el orden alfabético de la lista de clase, así que sabías, más o menos, cuando te preguntaría a ti y solo en esas ocasiones estudiabas los temas que podían ser objeto de sus preguntas. Un buen día cambió de táctica y llamó a un alumno al azar, cogiéndolo por sorpresa, para que le hablase sobre los ríos; obviamente, no sabía nada, pero el muchacho no se cortó en absoluto y en lugar de admitir que no se había aprendido la lección empezó a decir rápidamente, con palabras entrecortadas: El rio, el rio, el río agua lleva, agua lleva el río, muchísima agua el rio lleva y lleva y lleva, mucha agua lleva…baja y baja muy .. muy rápido desde el nacimiento hasta la desembocadura, va y lleva cañas y restos de vegetales y cuando hay tormentas barro…... Estuvo bastante tiempo repitiendo estas frases y otras similares; el profesor lo miraba estupefacto, hasta que comenzó primero a sonreír, luego a reírse y sus risas nos contagiaron a toda la clase. Sin duda nuestro compañero tenía una buena retórica, era muy elocuente. Podría ser alguien que siempre tiene algo interesante que decir en cualquier conversación y era capaz de captar la atención de los demás con la palabra y una gran capacidad para argumentar sus puntos de vista de manera convincente. A este mismo profesor, en una ocasión, un alumno le preguntó: ¿A que no sabe usted en qué se parece la hembra del cangrejo al hombre? Pues no, contesto el profe. El alumno, muy serio, imperturbable, impertérrito e impávido le dijo: Pues muy fácil, los dos tienen los huevos bajo la cola.

De francés recuerdo una profesora y un profesor, a ninguno recuerdo expresarse en la lengua de Molière, creo que ambos explicaban francés en español, es importante que un profesor de idioma sea capaz de comunicarse en el idioma que pretende enseñar para poder proporcionar una inmersión lingüística adecuada y ayudar a los estudiantes a desarrollar sus habilidades de comprensión auditiva y expresión oral. Sin embargo, aprendimos a traducir muy bien del francés al español.

El profesor de física era un hombre de pequeña estatura, le llamábamos el MedioMetro, era muy bueno explicando conceptos complejos de una manera clara y comprensible. Era experto en hacer analogías y fomentar un ambiente de aprendizaje interactivo Recuerdo que hacía ejemplos prácticos para que entendiéramos mejor los principios físicos. Tengo en mi memoria los dibujos del plano inclinado con la descomposición de fuerzas y la fuerza centrífuga y centrípeta del movimiento de una honda

Recuerdo asimismo al profesor de gimnasia, que impartía sus clases con traje y corbata mientras nosotros realizábamos los ejercicios deportivos vestidos con ropa de calle.

A media mañana había recreo. En el colegio nos daban un bocadillo, generalmente de pan con chocolate o algo similar, no recuerdo muy bien, y nos íbamos todos a la calle, a pasear por los Adarves que es la arteria principal del pueblo, allí estaban ubicados la mayoría de los bares y el cine; las chicas del instituto femenino estaban al lado, también salían al recreo e íbamos con ellas. Media hora y vuelta a las clases. Terminada la jornada matutina, llegaba la hora de la comida. No tengo la impresión de que comiéramos mal, aunque sí recuerdo que en una ocasión nos habían preparado fideos con caldo y entre la pasta nadaban unos gusanitos que, en un primer momento, pensamos que eran trocitos de carne, pero inmediatamente se armó un gran revuelo en el comedor y el director don Conrado y el cocinero Nicanor, alias el Pifas, tuvieron una buena bronca. Retiraron los fideos y aquel día comimos a base de fiambres. Tras la comida, una media hora de asueto por las calles adyacentes, ya que en el colegio no había patios ni salas de juego; después reanudábamos las clases hasta las seis de la tarde. Algunas veces nos llevaban a los campos de deporte que, como ya he dicho, eran unos prados a las afueras del pueblo; yo, como no me gustaba jugar al fútbol, me iba a unas colinas cercanas en las que se podían encontrar aragonitos. El aragonito, una de las formas cristalinas del carbonato de calcio, se denomina así precisamente por el nombre de Molina de Aragón donde se hallan importantes yacimientos, cristaliza en forma de prisma pseudohexagonal. Tenía unos cuantos que he ido perdiendo con el paso de los años. Acabadas las clases vespertinas, la merienda y otro rato de recreo por la calle; el único entretenimiento que había era pasar por un local enfrente del colegio, cuyo dueño se llamaba Ladis, donde había unas mesas de billar y unos futbolines. Lógicamente había que pagar cada partida y, por lo general, no teníamos dinero. Acabado ese ratito de libertad, horas de estudio. Después del estudio, la cena. Y luego a dormir hasta el día siguiente. Las noches solían ser tranquilas, sin embargo, en la del viernes 22 de noviembre de 1963 se preparó un gran revuelo a la hora de acostarnos, se conoció la noticia del asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy que corrió rápidamente de boca en boca y se formaron corrillos donde se comentaba que quizás eran los rusos los responsables del magnicidio. Se llegó a hablar incluso de una nueva guerra mundial.







El estudio y los vigilantes

El estudio se hacía en una gran sala en forma de ele en la cual estábamos todos los alumnos del colegio, en una parte los pequeños y en la otra los mayores. Había un silencio sepulcral, no se oía ni una mosca; si hablabas con algún compañero te castigaban a estar de pie un buen rato. De todas formas, se buscaba la manera de divertirnos, por lo general con inocentes travesuras. Una tarde, entre dos filas de mesas, empezaron a competir tirándose pedos, al final Candi les dijo a los de atrás: Esperad, que ahí va un torito. Pero el torito salió bravo y el sonido del cuesco se escuchó con total claridad en medio del silencio del estudio. El señor Moya, el vigilante, apodado Messala por el pérfido tribuno enemigo de Ben-Hur en la famosísima película homónima, también lo oyó, por lo que el expulsor del torito fue a su vez expulsado del estudio y estuvo unos cuantos recreos castigado. Este Messala era el más duro de los vigilantes y el más temido por todos nosotros.

Los estudios vigilados por don Luis, don Jesús, apodado el Zapatero, o don Miguel, apodado el Codes, eran un poco más llevaderos, pues nos dejaban hablar en voz baja, muy baja, entre compañeros de mesa. Don Luis era un señor mayor, quizá de unos sesenta años, que vivía en una habitación del colegio. Alto y delgado, con un traje descolorido, pero siempre con corbata, sabía inglés y en aquella época daba esta asignatura a los pocos alumnos que querían estudiar la lengua de Shakespeare, el resto cursábamos todos francés. Por aquellos días el profesor de literatura don Moisés Buenadicha nos había hecho leer la descripción del dómine Cabra de El Buscón de Quevedo, al que Góngora, su acérrimo enemigo, llamaba Quebebo por su afición a frecuentar tabernas y lupanares; una buena parte de esa descripción yo se la aplicaba a don Luis, quien era un vigilante cerbatana, el gaznate, largo como avestruz, con una nuez tan salida, que parecía que se iba a buscar de comer, forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de media abajo, parecía tenedor, o compás con dos piernas largas y flacas. Don Luis tenía como alias el Chapas, nunca lo llamábamos por su nombre, salvo cuando nos dirigíamos a él claro está. Incluso le dedicaron una canción que decía: Chapis chapistol… / nació en el 1906 / en un pesebre comiendo mies / con la mandíbula entre los pies... Era natural de Logroño y, como decía la canción, tenía una mandíbula inferior prominente, padecía de un prognatismo muy acentuado; algunos compañeros mirando retratos de Carlos II, el Hechizado, decían que era la foto de don Luis. No obstante, a mí me parecía una buena persona, quizá amargado por el devenir de su vida y por tener que soportar a unos estudiantes a veces revoltosos y un poco sádicos con sus bromas hacia los vigilantes. Yo le tenía un especial agradecimiento. Cuando llegué al colegio, como he dicho anteriormente, me asignaron un dormitorio comunitario, donde estábamos unos cincuenta o sesenta alumnos. La noche que conocimos el magnicidio de Kennedy, un estudiante de más edad, que se había comportado mal, fue castigado por don Luis a subir al dormitorio común y a mí me asignó su cama en el piso inferior, en una habitación con cuatro alumnos mayores que yo y que a partir de ese día se convirtieron en mis protectores.

Jesús era el nombre de otro de los vigilantes, había sido zapatero y con ese apelativo nos referíamos siempre a él. Vivía en el otro extremo del pueblo, por las mañanas para peinarse se mojaba el cabello y cuando llegaba al colegio –el frío era terrible en los largos inviernos de Molina de Aragón y las heladas el pan de cada día– estaba tan cubierto de escarcha que su pelo negro parecía una cabellera blanca. Cuando alguien hablaba en el estudio lo castigaba a quedarse de pie derecho en una esquina del estudio. Así decía: Tú, de pie derecho a la esquina. Y nos provocaba risitas por lo bajini. También estaba don Miguel, al que llamábamos el Codes ya que era oriundo de este pueblo de Guadalajara; siempre vestía de traje y la corbata era inseparable de su indumentaria. Había hecho o estaba estudiando Magisterio. Quizás era el único de entre los vigilantes que tenía estudios. A Messala, de apellido Moya y nombre Francisco, ya lo he mencionado anteriormente, era un hombre adusto, al que no recuerdo haber visto sonreír nunca. Un día a Aldo, un compañero de mi curso, le dio unas hostias a la entrada del comedor, no sé cuál fue la razón, pero algo gordo debía haber hecho porque Aldo era de armas tomar. Fue la única vez que fui testigo de un acto de estas características, jamás recibíamos malos tratos de esta índole.

La enfermería del colegio estaba ubicada en el último piso y tenía unos grandes ventanales que daban a la fachada principal del colegio, alguna vez subí allí para pedir una aspirina y hacía un frío terrible. Había unas diez camas ocupadas por compañeros enfermos. Estaba a su cargo un señor de cabello completamente blanco, de aspecto agradable y mirada afable, se llamaba Fraterno –no sé si era su verdadero nombre o un apodo–, subía la comida a los enfermos y me imagino que tenía que suplir, sobre todo con los más pequeños, el cariño de sus padres ausentes. Gracias a que nunca estuve enfermo, en mis cuatro años de estancia no tuve necesidad de estar en la enfermería. Otro personaje inolvidable del colegio era el conserje. Creo que se llamaba Mariano y con su uniforme azul descolorido se ocupaba, entre otras cosas, de borrar la pizarra cuando un profesor terminaba su clase para que el siguiente pudiera utilizarla.

Fue aquí y en ese curso cuando conocí el significado de la palabra huelga y el poder que podíamos tener si nos uníamos todos contra el tirano. Os lo explico con más detalle: El señor Moya, aquel Messala temido por todos nosotros, se había comprado un libro que paseaba a todas horas bajo el brazo y alardeaba de lo bueno e interesante que era. En un pequeño descuido, dejó el volumen sobre la mesa de la entrada y el libro desapareció; se encontró después en la taza turca del váter más próximo. Autor o autores desconocidos, nunca se supo cómo tan insigne obra apareció en tan puerco lugar. Messala, enfurecido, usó todas sus artes para poder castigar al Ben-Hur culpable, pero al no encontrarlo todos los alumnos tuvimos el mismo castigo: encerrados en el estudio hasta que saliera el responsable. Empezó a correrse la voz de que cuando nos dejara salir por cualquier motivo, aunque fuera un ratito, escaparíamos del colegio y nos esconderíamos en el campo; así fue, abandonamos el centro y nos fuimos por las inmediaciones del castillo. Tuvieron que venir a buscarnos el director del colegio y algunos profesores. Las condiciones de nuestra vuelta fueron pactadas: Retirada de castigos y fin de los interrogatorios para encontrar a los autores. Nos apuntamos una notable victoria. Los esquiroles fueron señalados el resto del curso, no hubo muchos, recuerdo a unos siete u ocho.

Por las mañanas el vigilante de turno pasaba por todas habitaciones tocando el silbato y encendiendo las luces para despertarnos, entonces lo habitual era taparnos con las sábanas hasta la cabeza y seguir durmiendo, pero cuando cerraban los dormitorios ya no se podía bajar a desayunar y además te ponían falta y te caía un castigo. Cuando llegaba la hora de bajar al comedor, había carreras por los pasillos y el grito de todos nosotros era unánime: ¡Un minuto, un minuto!, para conseguir algo más de tiempo antes de que el vigilante cerrase la puerta. Cierto día, un alumno pidió la llave al vigilante con la excusa de que se había dejado un medicamento; estaba compinchado con un estudiante externo al que le dio la llave y en la ferretería de al lado hizo una copia de la misma, a partir de ese día teníamos la entrada y la salida de los dormitorios a nuestro alcance. No tengo malos recuerdo de estos vigilantes que, en general, se portaban bien con nosotros y si era necesario nos ayudaban. Algunos compañeros que habían estado en colegios de curas hablaban de vigilantes y profesores sádicos que se regodeaban castigando a los alumnos e, incluso, de algún caso de pedofilia, cosa que en nuestro colegio jamás existió. En el Santo Tomás de Aquino todos eran seglares, con profesores licenciados ya que el colegio era un Instituto de Enseñanza Media que tenía además un internado para los que proveníamos de los pueblos cercanos.







Los domingos en Molina de Aragón



A principios de curso, nuestros padres dejaban dinero al señor Moya y cada domingo nos daba la cantidad que le pedíamos o la que nuestros padres nos habían asignado. El estudio de las mañanas de domingo era relajante, podíamos hablar, levantarnos, y aprovechábamos para redactar las cartas a la familia y a los amigos. Algunos decían que habían escrito a sus padres pidiéndoles que les enviasen dinero para comprar unas coordenadas cartesianas nuevas porque se habían roto las que tenían. Seguro que era un cuento, igual que circulan leyendas urbanas también circulan leyendas de colegio.

Después del estudio, a la calle. Calle de las Tiendas abajo, a comprar un paquete de Celtas cortos entre dos o tres y dilatar el tiempo de la compra para poder hablar con Viky, la estanquera; seguíamos por la misma calle hasta llegar al puente viejo, construido en la Edad Media, entre los siglos XII y XIII, con piedra arenisca roja. Desde el puente contemplábamos las cristalinas aguas del río Gallo y las culebrinas de las truchas, que eran muy numerosas. Siguiendo el curso del río llegábamos a la judería y la morería, paseábamos por este conjunto histórico que conserva todavía el encanto de su pasado medieval con sus estrechas calles y sus casas con fachadas de adobe y refuerzos de madera que en algunos lugares los aleros de esas casas y las del otro lado casi llegan a tocarse, el paso era rápido en invierno, el frío era tan intenso que hasta las extremidades se nos entumecían, por el contrario en verano era agradable el frescor de estos pasajes; desde allí llegábamos a una gran plaza donde estaba el bar Frontón, por el que siempre solían pasar muchos compañeros; como al principio no nos dejaban entrar a los bares, si veíamos acercarse al señor Moya, había desbandada y carreras para que no nos pillase. Vista al Giraldo para ver la dirección del viento y vuelta hacía el colegio por el puente nuevo, parada forzosa para ver otra vez las truchas, ahora en esta parte del río. Ascendíamos por los Adarves, con visita obligada a las carteleras del cine Aguilar para ver la película que proyectarían por la tarde; en este trayecto solíamos encontrarnos con el Mudo, un hombrecillo que recorría las calles del pueblo sin parar.

A veces entrábamos al bar Molina del que era cliente habitual un personaje muy interesante, con estilo distintivo y personalidad única, se trataba de un gitano muy juncal con un bericobe tipo gunslinger que le daba un cierto aire de elegancia, era muy alto y portaba, inseparable de él en su bolsillo del chaleco una serdañí con mango de cuerno de toro e incrustaciones doradas, era una bonita falca y pendida al cuello, una tralla con la que hacía filigranas y la restallaba magistralmente, me enseñó a hacer algunas de estas florituras. Me gustaba mucho hablar con este hombre, tenía una rica herencia cultural gitana, con conocimientos sobre tradiciones y costumbres y una gran pasión por compartir su cultura con los demás. El empresario agrícola Arauz de Robles decía de él: es un gitano noble de palabra y honesto en el trato. Una tarde me lo encontré en compañía del patriarca de los gitanos de Daroca, me invitó a acompañarlos en su fragoneta a Corduente y merendé con ellos.

Seguíamos por los Adarves hasta llegar a las puertas de la Alameda, durante los meses cálidos estábamos un tiempo en este parque, pero en los meses fríos entrábamos al Capurra. El Capurra era una tasca lóbrega, bastante cutre, si apoyabas las manos en la barra se te quedaban pegadas, pero hacían buenos bocadillos y no eran muy caros; estaba tan oscuro que el hijo del dueño, cuando le pedíamos unos vinos con gas y mientras nos los servía desde su azumbre, metía el dedo en el vaso, cuando se le mojaba era señal de que ya estaba lleno. No se perdía ni una película en el cine y siempre las veía antes que nosotros, así que nos hacía de comentarista y crítico: cuando nos decía que la peli era una tosta, seguro que era horrible. Algunas veces, cuando salía del cine, caminaba muy rápido dando trompicones por los Adarves hacia su casa y repitiendo constantemente ¡vaya tosta! ¡vaya tosta!, era señal que la peli había sido un tostón, malísima o al menos a él no le había gustado.

Un poco más cerca del colegio, en la acera del bar Cavero, paraban los autobuses de línea de los pueblos, allí nos deteníamos un rato para ver el trasiego de pasajeros, a veces para recibir a algún compañero y otras veces para despedirlo. Seguíamos nuestro camino hasta el salón de Ladis, a echar un par de cigarrillos y alguna partida al futbolín, si había un par de pesetas, y luego de regreso al colegio para comer. Por la tarde nos llevaban al salón de actos y proyectaban alguna película. Pero lo que todos esperábamos es que nos dejasen ver la televisión. En aquel curso estaba en boca de todos el boxeador Cassius Clay, después Muhammad Ali. El día 24 de febrero de 1964 nos dejaron ver el combate entre Clay y Sonny Liston por el campeonato del mundo. Todos pronosticaban la victoria del púgil aspirante y así fue, en el sexto asalto Liston no continuó y fue vencido por nocaut técnico.





Alumnos: amigos y compañeros

Había dos clases de alumnos: los internos y los externos. De estos últimos, algunos vivían con sus familias en el pueblo mientras que otros vivían en los pueblos cercanos y venían cada día al instituto en taxis o en el coche de línea y algunos en bicicleta. Los internos éramos los que proveníamos de localidades más lejanas, lo que hacía imposible el desplazamiento diario; había también un grupo de alumnos que por ser malos estudiantes en sus ciudades de origen los padres los desterraban como castigo a este colegio. De todos los compañeros de aquellos cuatro años recuerdo a algunos muy vivamente.

Engracio Drago era hijo de un magistrado, creo que de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo, había llegado allí como última y única opción de acabar el bachillerato, que por cierto sí terminó; pero no estaba en el internado, vivía en una pensión. Una vez estuve en su casa en Madrid comiendo con sus padres y sus hermanos, eran una familia muy numerosa. Su padre nos dijo que fuésemos a ver un juicio que se celebraba a la mañana siguiente en un juzgado que no era de su competencia, pero que él conocía bien el caso. Se juzgaba a un muchacho que había sido condenado hacía unos años por el mal hacer del abogado de oficio. El joven había robado en una casa de Maranchón, pero el abogado ni siquiera alegó que cuando ocurrieron los hechos era menor de edad. Al final fue absuelto. En cierta ocasión, Drago supo que su padre iba a presidir un tribunal de exámenes para oficiales de justicia y, creyendo que la ocasión era propicia, nos presentamos. Cuando el magistrado vio la lista de los aspirantes renunció a presidir la oposición, regañó a su hijo y ambos suspendimos.

Pepe Franco González era de Zaragoza, hijo de un eminente estomatólogo, acabó bachillerato y no sé si siguió la tradición paterna. Una vez estuve en su casa y entonces se ocupaba de preparar las papillas que los pacientes de su padre tenían que ingerir para hacerles los exámenes médicos correspondientes. También de Zaragoza venía Bericuota, le llamábamos bromeando Don Antonio, debía de ser de familia acaudalada porque cada día iba a un bar del pueblo a almorzar y presumía de sus riquezas. El Sifi quería ser torero, era delgadito, pero alto y de buen temple; por su flacura decíamos que era sifilítico y con ese mote se quedó, sin embargo, no solo no le importaba, sino que así se refería a sí mismo: ese sería el nombre que adoptaría cuando compartiera cartel con El Cordobés. Besteiro, otro de aquellos compañeros, afirmaba que su tío abuelo había sido el Presidente de las Cortes durante la Segunda República, refiriéndose a Julián Besteiro, pero nunca pudimos confirmarlo. Emeric tenía una hermana y siempre que se refería a ella decía: Mira que es fea mi hermana, mira que es fea. El día que uno de los presentes confirmó sus palabras, pues sí que es fea tu hermana, sí, se enfadó muchísimo y acabaron peleándose.

A un compañero le llamábamos el Condesito , decían, decíamos, que su padre era conde, él, como contra réplica nos decía “mi padre esConde los dineros y los cigarrillos para que yo no se los birle”·.

Alpidio, era otro compañero, un día que se aburría en el estudio, con su compás de puntas y con buena caligrafía comenzó a grabar, solo llegó a poner “cha”, el resto nos lo imaginamos, pero fue sorprendido en esta guisa y comunicaron a sus padres que tenían que pagar el pupitre. Se cabreó muchísimo y durante el curso nos decía “por uebos que cuando me marche del instituto me llevaré mi pupitre” creo que no podría cumplir con su palabra, no me lo imagino cargando el pupitre en el coche de línea.

Martín fue un buen amigo, su padre era veterinario y había sido represaliado después de la guerra civil. En cierta ocasión paso por mi pueblo para saludarme, fue la última vez que lo vi, no he podido saber nada más de él. También muy buen amigo era Mateo, hace unos años vino a verme y seguimos en contacto a través de WhatsApp. Es el único de los amigos y compañeros con los que todavía tengo contacto. Su padre trabajaba en un aeródromo y él fumaba unos cigarrillos ovalados, creo que eran egipcios de la marca Abdullah, que algunas veces compartía con nosotros. Otro de los amigos más cercanos fue Victorio, compañero en cuarto curso de bachillerato; años después, cuando yo estaba de cabo de cocina en el cuartel de pontoneros en Zaragoza, donde hacía el servicio militar, un soldado distrajo un buen pedazo de jamón de entre toda la carne de cerdo que estábamos metiendo en el frigorífico, me di cuenta y al dirigirme a él comprobé sorprendido que lo conocía: era ni más ni menos que mi amigo de los años de Molina, Victorio. Con el trozo de jamón que había distraído hicimos una buena merienda en los talleres del cuartel; lo volví a ver varias veces, después yo regresé a mi destacamento y perdimos el contacto. Podría seguir enumerando bastantes nombres más, sus rostros permanecen en mi memoria y de vez en cuando los recuerdo.



Recuerdos y anécdotas varias

El primer año de internado fue muy duro, no había calefacción, las temperaturas en Molina, durante los meses fríos, oscilan entre los 0º, rara vez más, y los -30º que algunas veces se han registrado; todos los inviernos, y varias veces, se dan allí las mínimas de toda España. Por las mañanas al despertarnos observábamos los cristales de las ventanas completamente opacos, el vaho de nuestras respiraciones se había convertido en espesas capas de hielo sobre los paneles de vidrio. Al año siguiente ya tuvimos calefacción central y las condiciones de habitabilidad del colegio cambiaron sustancialmente. También ese curso nos hacían levantar muy temprano y teníamos misa obligatoria todos los días, pero el posterior sólo se celebraría los domingos y era además voluntaria.

Algunas veces recibíamos paquetes de nuestras madres, desenvolver el paquete era un ejercicio comunitario con los amigos más allegados, un pedazo de jamón, unos chorizos de casa, un pedazo de queso, mantecados y algunas exquisiteces, serían compartidas con todos nosotros durante unos cuantos días. En cierta ocasión un compañero no compartió su paquete, recuerdo que le habían mandado una bolsa de manzanas rojas que tenían una pinta muy apetecible, se relamía comiendo alguna pero nunca nos daba; una noche le abrimos su taquilla, le quitamos las viandas que tenía, pero las manzanas estaban todas podridas en la bolsa. Eso sí le dejamos una nota dándole las gracias.

Los recreos, como he comentado, se hacían en las calles del pueblo, paseando y a veces yendo a los bares; el primer año estaba prohibido, pero después nos dejaban entrar. Los Adarves, la calle principal del pueblo que jalonaba el instituto, era el paseo habitual de todos los alumnos. A veces acompañábamos a dos hermanas gemelas, mucho mayores que nosotros, pero muy simpáticas; eran de familia rica y decían que si te casabas con una de ellas te daban a la otra y te regalaban una casa. También paseábamos con dos chicas con las que teníamos bastante amistad, una de ellas era muy guapa y la llamábamos la Sofía Loren, quiero recordar que tenía un cierto parecido a la gran actriz, como las gemelas, tenían bastante más edad que nosotros. Otro de nuestros entretenimientos, entre la inocencia y la atracción por el género femenino, era ver pasar, apostados en la pared del Santo Tomás de Aquino, a las alumnas del Instituto Femenino, que venían de dos colegios de monjas para las clases, el de las Clarisas y el de las Ursulinas.

De los profesores, en general, tengo buenos recuerdos, eran muy educados con los alumnos, preocupados por todos nosotros y no tengo recordación ninguna de que nos humillasen o se rieran de nuestras contestaciones en clase, cosa muy habitual en ciertos enseñantes de la época. Ya he hecho referencia al profesor de matemáticas, don Carlos Baylin Conejo, que explicaba muy bien; era muy despistado, a veces limpiaba la pizarra con su pañuelo y otras el trapo de borrar la pizarra acababa en sus bolsillos. Fue una lástima que sólo lo tuviéramos un curso, había pedido traslado y fue destinado a otro instituto. Su sustituto se llamaba Julio, era muy joven y muy buena persona, pero sus enseñanzas no estaban a la altura de las de Baylin; le llamábamos Julius Pájaro Loco, por una película de Jerry Lewis, en la que salía un profesor chiflado.

Jose María León Acha era el profesor de religión y a la vez el cura del colegio. Lo recuerdo muy liberal, en su clase se discutía la existencia de Dios y la Santísima Trinidad, se criticaba suavemente a la iglesia y nunca incitó a ningún alumno a confesarse o a ir a misa, incluso decía que había que ser consecuente con lo que uno pensaba y lo mejor era no desear a nadie lo que no quisiéramos para nosotros. En el mismo sentido, de esa cierta libertad de expresión que nos permitían algunos docentes, recuerdo una clase, creo que, de historia, aunque no pongo cara al profesor, en la que se comentaba que España era una democracia orgánica y que había elecciones a través de las instituciones de la familia, los sindicatos, los municipios, etc. Una gran parte de la clase dijimos que Franco era un dictador y que de democracia nada de nada y que España era una dictadura. Al final el profesor calificó a España como una dictablanda, pero no puso ningún impedimento a que cada uno expresase sus opiniones. Tengo bien presente a un compañero que decía: Vamos a ver, profe, si Franco dice mañana que el paquete de Celtas cortos va a costar un duro (en aquellas fechas no llegaba a las 5 pesetas) ¿quién se lo va a impedir? Creo que en otros colegios esas discusiones no se permitían y hasta se penalizaban. Había incluso clases mixtas, de chicos y chicas juntos, en el bachillerato de letras donde los alumnos no eran numerosos.

Hubo un curso, y creo recordar que, por iniciativa de un joven profesor, don Miguel Sánchez Barbudo, con quien colaboraron algunos otros, en el cual se organizó un club musical; cada sábado por la tarde nos reuníamos en una pequeña sala donde escuchábamos la música que imperaba en esos años, Los Beatles, Los Bravos, Pekeniques, y también música clásica, Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, El Cascanueces de Tchaikovsky, la Quinta Sinfonía de Beethoven, etc. Las escuchábamos en compañía de los profesores. A este club también venían chicas, supongo que serían internas de los colegios femeninos anejos.

Como el centro se denominaba Santo Tomás de Aquino, cada curso se celebraba solemnemente esta festividad. Uno de esos años estaba en el colegio un hermano de la actriz y cantante Rocío Dúrcal, así que la propusieron como madrina de la festividad y ella aceptó. ¡Cuántas peripecias para acercarnos a ella!. Todavía tengo la imagen de verla sentada en una mesa en el casino, con sus padres y hermano, y todos nosotros alrededor para poder verla y hablar con ella. Un alumno, al que llamábamos el Asturiano, se atrevió a acercarse y saludarla amablemente, a lo cual ella respondió con una amplia sonrisa. Aquel año se hizo el festival en el cine Aguilar, la presentación corrió a cargo de un profesor, don José, que lo hizo muy bien; mi compañero, a la sazón delegado de curso, impuso la banda de madrina a la Dúrcal, hubo representaciones de teatro por parte de los alumnos y varias actuaciones, sobresaliendo la de la tuna del centro.

Tengo asimismo clara memoria de dos hechos que nos sublevaron especialmente: Había un alumno que hacía caricaturas estupendas y un día aparecieron en la pizarra de una de las clases una serie de caricaturas de los profesores, que a mi modo de ver no eran injuriosas ni desagradables, no obstante, lo culparon y expulsaron definitivamente del centro, lo que nos pareció una flagrante injusticia. El otro caso ocurrió cuando unos cuantos alumnos nos escapamos al cine y, al ser descubiertos, nos enviaron a nuestras casas expulsados durante unos días. El director no estaba y había quedado como responsable del centro un profesor de francés muy intransigente y que creía fervientemente en los castigos. Eran otros tiempos, pero en veinticuatro horas tuvimos que marcharnos del colegio sin poder avisar previamente a nuestros padres. Yo me fui primero en autostop y luego cogí un tren hasta mi pueblo, no sé si pagué billete o no, no recuerdo que tuviese dinero, sí recuerdo que no comí nada en todo el día. Mi padre quería denunciarlo, pero tenía que examinarme de la reválida de bachiller superior y temíamos las consecuencias. Además, creo que no hubiese servido de nada. Aunque estoy convencido de que, si mi padre llega a personarse en el colegio, el profesor de francés se habría cagado patas abajo.

El último curso fue el Preuniversitario. Los profesores de ciencias, física, matemáticas y química, no eran los que habíamos tenido los cursos anteriores, no tenían talla como enseñantes, ni recuerdo sus nombres. Aprobamos en el instituto con buenas notas, pero después teníamos que ir a Madrid a pasar la prueba de madurez para entrar en la universidad. La prueba de comunes la pasamos bien, pero en la especifica de ciencias suspendimos muchos, yo entre ellos. En matemáticas nos pusieron un problema de ecuaciones diofánticas, en física uno de tiro oblicuo, en química, cuadrar una reacción química por el método redox. Ninguna de estas cosas nos había sido explicadas jamás pese a ser conocimientos elementales e imprescindibles en este curso. Cuando volví a Madrid a examinarme de nuevo, me volvieron a poner los mismos problemas, pero entonces ya los sabía hacer. Lo único reseñable fue que en la ecuación diofántica que era de un coche que en ciudad iba a 20 Km/h y en carretera a 100 Km/h, al leer el enunciado, contento por saber resolver el problema, lo hice apresuradamente y en lugar de 100Km/h resolví el problema con 1000 Km/h, entonces el ejercicio se complicó y me daba muchos resultados, no obstante, pienso que me lo contaron como bueno. Imagino que el corrector se debió reír un rato al ver mi examen ya que lo enrevesé extraordinariamente. Yo, por mi parte, consideraba lo burro que había sido al pensar que un coche podía ir a 1000 Km/h.





Nota final

En varias ocasiones he soñado que volvía al internado y me asignaban la habitación que tuve aquellos años, volvía porque según me decían me faltaba alguna asignatura para aprobar de bachillerato, me encontraba en mi edad actual entre los alumnos adolescentes, yo intentaba explicar a todo el mundo que era imposible que me faltasen asignaturas, enseñaba mi libro de escolarización con todas mis asignaturas aprobadas y el título de mi licenciatura, pero nadie me escuchaba, al despertar, una gran alegría de ver que todo había sido un sueño.

Los nombres de mis compañeros son ficticios, he querido ocultar la verdadera identidad de todos ellos por respeto a su intimidad, -quizás alguno de ellos ya no estén entre nosotros-, así como la mía. Los hechos son verídicos y los transcribo tal y como los recuerdo, tengo una gran nebulosa en algunos casos para asociar la anécdota con el compañero que la originó. Aunque quizá con los años algunos acontecimientos se hayan entremezclado en mi memoria y los reviva subjetivamente.

Un interno.

 

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